Temerario I - El Dragón de Su Majestad

Era el que más furioso estaba de todos porque comprendía aquel sentimiento, él mismo lo compartía. Sin duda, ningún hombre crecía con la esperanza de convertirse en aviador, y odiaba tener que pedir a sus oficiales que afrontaran ese destino. Después de todo, aquello suponía el final de cualquier semejanza con una vida normal. No se parecía a la Marina, donde se podía conducir la nave de regreso, devolverla a la Armada y quedarse en tierra, independientemente de que te gustase o no.

 

No se podía dejar un dragón en un muelle o permitirle deambular suelto ni siquiera en tiempos de paz, y para impedir que un animal adulto de veinte toneladas campara a sus anchas se necesitaba casi la plena atención de un aviador y un equipo de asistentes. Además, el empleo de la fuerza era inútil con los dragones, que eran muy melindrosos con sus cuidadores; algunos no admitían cambio alguno, ni siquiera aunque acabaran de romper el huevo, y ninguno después de haberse alimentado por primera vez. Era posible retener a un dragón salvaje en los lugares de cría gracias al continuo suministro de comida, compa?eros y un refugio cómodo, pero no se les podía mantener al aire libre ni tampoco hablarían con los hombres.

 

Por eso, si un recién salido del cascarón consentía que alguien le pusiera un arnés, el deber le vinculaba con el animal para siempre. Un aviador no podía administrar ninguna clase de patrimonio ni formar una familia ni entrar en sociedad en grado alguno. Vivían como hombres excluidos y en buena medida fuera del alcance de la ley, ya que resultaba imposible castigar al aviador sin perder así la posibilidad de emplear al dragón. En tiempos de paz, vivían en una suerte de escandaloso y atroz libertinaje en peque?os enclaves, por lo general situados en los lugares más remotos e inhóspitos de Gran Breta?a, donde al menos se les podía conceder cierta libertad a los dragones. Aunque se honraba a los hombres de la Fuerza Aérea sin cuestionar su valor y su entrega al deber, la perspectiva de entrar en sus filas no resultaba atractiva para ningún caballero que se hubiera educado en una sociedad respetable.

 

No obstante, ellos procedían de buenas familias, eran hijos de caballeros que comenzaron su adiestramiento en la Armada a los siete a?os; además, el que otra persona distinta a los oficiales de la Fuerza Aérea intentara poner el arnés al dragón constituía un insulto intolerable. Si había que pedir a uno que asumiera el riesgo, debía pedírselo a todos. Aun así, le hubiera gustado librar a Carver de todo aquello, y lo hubiera hecho si Fanshawe no hubiera hablado de forma tan improcedente, ya que sabía que el muchacho padecía de vértigo, lo cual suponía un grave impedimento para un aviador. Pero la lastimosa petición había creado una atmósfera en la que esa exclusión hubiera parecido favoritismo, y eso no era posible.

 

Inspiró hondo, aún hirviendo de rabia, y volvió a hablar:

 

—Ninguno de los aquí presentes ha sido entrenado para ese cometido, por lo que el único medio justo de encomendar esa tarea es echarlo a suertes. Naturalmente, todos los caballeros con familia están excusados. Se?or Pollitt —ordenó al cirujano, que tenía esposa y cuatro hijos en Derbyshire—, usted extraerá por nosotros el nombre del elegido. Caballeros, escriban su nombre en uno de esos trozos de papel y métanlo en esta bolsa.

 

Predicando con el ejemplo, Laurence rasgó un trozo de cuartilla con su nombre escrito, lo dobló y lo introdujo en la bolsita.

 

Riley se adelantó de inmediato y los demás le imitaron obedientemente. Fanshawe escribió su nombre con pulso tembloroso y la cara colorada bajo la fría mirada de Laurence. Carver, sin embargo, escribió con resolución a pesar de la palidez de sus mejillas. El último fue Battersea, que, a diferencia de la práctica totalidad de sus compa?eros, se descuidó en el momento de rasgar el papel, de modo que su trozo era inusualmente grande. El capitán llegó a oír el susurro de Carver:

 

—?No se hacen famosos los jinetes de dragón?

 

Laurence sacudió levemente la cabeza ante la irreflexión de la juventud; sin embargo, sería mucho mejor que el elegido fuera uno de los oficiales jóvenes, ya que la adaptación sería más fácil. Aun así, resultaría duro ver cómo uno de los muchachos se sacrificaba en cumplimiento de la tarea y él tendría que afrontar la indignación de la familia. Pero eso mismo valdría para cualquiera de los presentes, él mismo incluido.

 

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