Temerario I - El Dragón de Su Majestad

El traslado se hizo justo a tiempo. El dragón consiguió salir fuera del camarote con muchísima dificultad, con las alas fuertemente encogidas. Según las medidas tomadas por el se?or Pollitt, había crecido treinta centímetros de diámetro de la noche a la ma?ana. Afortunadamente, cuando descansó en popa, su corpachón no obstaculizó el camino en exceso, y allí dormitó durante la mayor parte del día, agitando la cola de forma ocasional y estirándose un poco cuando la marinería se veía obligada a subir gateando por encima de él para poder hacer su trabajo.

 

Por la noche, Laurence durmió junto a él en cubierta, considerando que aquél era su sitio. No le suponía grandes penalidades cuando el tiempo era bueno. La comida le preocupaba cada vez más; deberían sacrificar al buey en un par de días, pero él devoraría eso y todo el pescado que consiguieran. El dragón podría acabar con todos los víveres de a bordo antes de que llegaran a tierra si su apetito seguía creciendo a ese ritmo, incluso aunque estuviera dispuesto a comer carne en salmuera. Tenía la impresión de que iba a resultar difícil imponerle raciones más peque?as, y, en cualquier caso, eso supondría poner en peligro a la dotación. A pesar de que habían enjaezado a Temerario y, al menos en teoría, estaba domesticado, incluso en aquellos tiempos un dragón salvaje que se hubiera escapado del lugar de cría podía —y de vez en cuando así lo hacían—comerse a un hombre si no se le ofrecía nada más apetitoso. Y nadie había pasado por alto las miradas hambrientas del dragón.

 

Cuando la brisa cambió por vez primera a mediados de la segunda semana, Laurence lo sintió de forma inconsciente y se despertó antes del alba, unas horas antes de que empezase a llover. No se veían por ningún lado las luces de posición del Amitié. Las naves se habían separado durante la noche bajo el creciente viento. El cielo apenas clareó al amanecer y enseguida los primeros goterones comenzaron a golpetear contra las velas.

 

Laurence sabía que no debía hacer nada; si Riley tenía que dar órdenes alguna vez, era ahora. Se ocupó de mantener a la criatura tranquila y evitar que distrajera a los hombres. Le resultó difícil, ya que la lluvia despertó una gran curiosidad en el dragón, que mantuvo las alas extendidas para sentir en ellas el impacto de las gotas.

 

Ni el trueno ni el relámpago lo asustaron.

 

—?Qué es eso? ?Cómo funciona? —se limitó a preguntar, y se sintió decepcionado cuando Laurence no le dio una explicación—. Podríamos ir a echar un vistazo —sugirió, volviendo a desplegar las alas, sólo en parte, y dando un paso hacia la barandilla de popa.

 

Laurence se asustó. La criatura no había hecho intentos de volar después de aquel del primer día, ya que comer le preocupaba más, y aunque habían agrandado el arnés tres veces, nunca habían cambiado la cadena por otra más resistente. Ahora advirtió que los eslabones de hierro estaban tensos y empezaban a abrirse sin que el dragón apenas hubiera forzado la cadena.

 

—Ahora no, Temerario. Debemos dejar que los demás trabajen y observar desde aquí —contestó al tiempo que aferraba la correa lateral del arnés más cercana y trababa el brazo izquierdo, aunque comprendió, cuando ya era tarde, que su peso ya no iba a ser un impedimento para que echase a volar.

 

Al menos, si estaban juntos en el aire, podría convencer finalmente al dragón de que regresara a la nave. Aunque también se podía caer. Desechó el pensamiento en cuanto se le ocurrió.

 

Aunque pesaroso, gracias a Dios, Temerario se acomodó de nuevo y volvió a contemplar el cielo. Laurence miraba a su alrededor con la pretensión de pedir una cadena más fuerte, pero la tripulación estaba ocupada y no podía interrumpir su trabajo. En cualquier caso, se preguntaba si habría a bordo alguna que fuera algo más que un estorbo inútil. De pronto, había tomado conciencia de que el hombro de Temerario le sacaba cerca de treinta centímetros y que las patas traseras, no hacía mucho delicadas como el talle de una dama, ahora eran más gruesas que su muslo.

 

Riley daba órdenes a gritos a través de una bocina. Laurence hizo todo lo posible por no oírlas. No podía intervenir y sería desagradable escuchar alguna orden que no le gustase. Los hombres ya habían sobrevivido a terribles tormentas y conocían bien su trabajo. Afortunadamente, el viento no soplaba en sentido contrarío, por lo que podían avanzar por delante del temporal, y habían recogido correctamente los juanetes de los mástiles. Todo iba bien por el momento, y más o menos seguían dirigiéndose hacia el este. Pero una impenetrable cortina de agua emborronaba el mundo y acortaba distancias con el Reliant.

 

La tromba de agua impactó contra la cubierta con el estrépito de una salva de ca?onazos y le empapó el cuerpo de inmediato a pesar del chubasquero y el sueste[1]. Temerario resopló y sacudió la cabeza como si fuera un perro, despidiendo agua por todas partes, y se escondió y acurrucó debajo de sus alas, que había abierto a toda prisa. Laurence, todavía arropado contra el costado y aferrando el arnés, se encontró también a cubierto por aquella cúpula viviente. Resultaba extremadamente raro sentirse tan a gusto en el corazón de la tormenta. Aún podía atisbar a través de los huecos que dejaban las alas y sentía en el rostro una gélida salpicadura.

 

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