Temerario I - El Dragón de Su Majestad

Siempre había albergado en secreto el sue?o de tener una casa propia, había imaginado los detalles durante las largas y solitarias noches en alta mar. Por supuesto, sería más peque?a que la mansión en la que había crecido, pero elegante, llevada por una esposa a quien pudiera confiar tanto la gestión de sus asuntos como la educación de los hijos; un refugio cómodo cuando estuviera en tierra y un cálido recuerdo al navegar.

 

Todos sus sentimientos clamaban ante el sacrificio de su sue?o. A tenor de las circunstancias, ni siquiera estaba seguro de poder hacer una oferta honorable que Edith fuera incapaz de rechazar. El cortejo de cualquier otra mujer quedaba descartado; ninguna con el suficiente sentido común y personalidad entregaría a sabiendas su afecto a un aviador, a menos que fuera de las que preferían tener a un marido ausente y displicente que dejara la administración de la hacienda en sus manos, y vivir separadas de él aun cuando viviera en Inglaterra. Un arreglo de ese tipo no le atraía lo más mínimo.

 

El dragón dormido, que no paraba de dar vueltas en el catre y de vez en cuando movía la cola de forma inconsciente, constituía un sustituto muy pobre de un hogar y un amor. Laurence se incorporó y se dirigió hacia las ventanas de popa para contemplar la estela del Reliant, una corriente de espuma blanca a la luz de los faroles que surgía de debajo de la nave. Ver el flujo y reflujo de la marea resultaba agradablemente adormecedor.

 

Giles, el mayordomo, le trajo la cena con gran estrépito de platos y tenedores, procurando mantenerse bien alejado del catre del dragón. Las manos le temblaban mientras colocaba la bandeja. Laurence le despidió nada más servir la cena y suspiró débilmente cuando se hubo ido. Tenía pensado pedirle que le acompa?ara, en el supuesto de que un aviador pudiera tener un sirviente, pero no le servía de nada una persona a la que le aterraban estas criaturas. Tener cerca un rostro conocido hubiera sido de ayuda.

 

Comió una cena frugal, deprisa y sin compa?ía. Sólo se componía de carne de ternera en salmuera con un vaso de vino, ya que Temerario había devorado todo el pescado. En cualquier caso, tenía poco apetito. Más tarde, intentó escribir algunas cartas, pero resultó inútil. Su mente divagaba por lúgubres derroteros y debía esforzarse para concentrarse en cada línea. Al final, se rindió; se asomó para decirle a Giles que no cenaría nada más y se encaramó a su propia litera. Temerario se movió y se acurrucó más entre la ropa del catre. Después de un breve debate interior, lleno de resentimiento y encono, Laurence extendió el brazo y le cubrió mejor; el aire nocturno era algo frío. Luego se durmió con el sonido de la respiración profunda y acompasada del dragón, similar al subir y bajar de un fuelle.

 

 

 

 

 

Capítulo 2

 

 

A la ma?ana siguiente, Laurence se despertó con el ruido que hacía Temerario revolviéndose en el catre; se había enredado con la tela por dos veces al intentar bajar al suelo. Laurence tuvo que descolgarlo para desenredarlo. La criatura rompió la tela desenrollada para salir siseando con indignación. Hubo que arreglarle y acariciarle para atemperar su mal humor, igual que a un gato ofendido, y entonces volvió a sentir apetito.

 

Por fortuna, los marineros habían tenido tiempo de pescar. Les había sonreído la suerte: habían conseguido dieciocho kilos de atún para el dragón, y aún quedaban huevos para el desayuno de Laurence, por lo que reservaron las gallinas para otro día. Temerario se las arregló para devorarlo todo y entonces, sintiéndose demasiado pesado para volver al catre, se dejó raer hinchado sobre el suelo, donde se durmió.

 

El resto de la semana transcurrió de forma similar. El dragón dormía excepto si estaba comiendo, y tragaba y crecía a una velocidad alarmante. Al final de la semana, ya no pudo permanecer bajo cubierta por más tiempo, ya que Laurence albergaba el creciente temor de que llegara a ser imposible sacarlo de la nave. Temerario ya pesaba más que un caballo de tiro y del hocico a la cola medía más que el bote del barco. Después de estimar su futuro crecimiento, resolvieron llevar a proa los víveres y ponerlo en cubierta, en popa, como contrapeso.

 

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