Temerario I - El Dragón de Su Majestad

—Laurence —repuso sir Edward con acusada tristeza—, he de pedirle de todo corazón que me perdone por inducirle a un error. No puedo alegar el pretexto de la ignorancia. He leído descripciones de Celestiales y he visto numerosos dibujos de ellos. Simplemente, jamás se me ocurrió que con la madurez desarrollara la gorguera y los tirabuzones. El cuerpo y la forma de las alas de los Celestiales son iguales a los de los Imperiales.

 

—No le dé vueltas, por favor. No hay nada que disculpar —respondió el aviador—. Eso apenas hubiera supuesto mucha diferencia en el entrenamiento y, al fin y al cabo, hemos sabido de su habilidad en el momento más oportuno. —Alzó el rostro hacia el dragón para sonreírle y le acarició la reluciente pata delantera mientras Temerario demostraba su acuerdo resoplando jubiloso—. Bueno, amigo, eres un Celestial. No debería sorprenderme tanto. No me maravilla que Bonaparte se llevara semejante disgusto por perderte.

 

—Imagino que seguirá furioso —comentó sir Edward—, y lo que es peor, tal vez se nos echen encima los chinos cuando se enteren. Se muestran terriblemente quisquillosos allí donde el prestigio del emperador se pueda ver en entredicho, y no cabe la menor duda de que les va a molestar ver a un oficial británico de servicio en posesión de uno de sus tesoros.

 

—No veo por qué el asunto les preocupa lo más mínimo a ellos ni a Napoleón —intervino Temerario irritado—. Ya no estoy en el huevo y no me preocupa que Laurence no sea emperador. Derrotamos a Napoleón en batalla y le hicimos huir a pesar de que él sí lo es. No veo que haya nada especialmente interesante en ese título.

 

—No te inquietes, amigo. Carecen de base sobre la que presentar una protesta —intervino Laurence—. No te tomamos de una embarcación china, que sin ninguna duda hubiera sido una nave neutral, sino de un buque de guerra francés. Fueron ellos quienes eligieron entregar tu huevo a nuestro enemigo y tú eres una captura totalmente legal.

 

—Me alegra oír eso —dijo sir Edward, aunque parecía dubitativo—. Puede que opten por discrepar a ese respecto, ya que valoran en muy poco las leyes de los demás países, y en nada con lo que ellos consideran un comportamiento adecuado. ?Tiene alguna idea de cuál es su postura respecto a nosotros?

 

—Es posible que metan un poco de ruido, supongo —respondió Laurence con inseguridad—. Sé que no tienen una Armada digna de tal nombre, pero se oye hablar mucho de sus dragones. Informaré de estas noticias al almirante Lenton. Estoy seguro de que él sabrá mejor que yo cómo resolver cualquier posible diferencia de opinión que surja sobre la materia.

 

Desde lo alto provino un apresurado batir de alas y el suelo tembló con el golpe. Maximus acababa de regresar volando a su propio claro, a escasa distancia de allí. Laurence podía entrever su piel roja y dorada entre los árboles. Varios dragones más peque?os los sobrevolaron en su viaje de regreso a sus respectivos lugares de descanso. Parecía evidente que el baile había finalizado y Laurence comprendió, a juzgar por lo bajo que ardía la llama de sus faroles, que se había hecho muy tarde.

 

—Debe de estar fatigado después de su viaje —dijo, volviéndose hacia sir Edward—. He contraído una gran deuda con usted, se?or, por haberme traído esa información. ?Puedo pedir un favor más? ?Comería conmigo ma?ana? No quiero que permanezca por más tiempo aquí con el frío que hace, pero le confieso que tengo muchas preguntas, y me encantaría que me ense?ara algo más sobre los Celestiales.

 

—El placer será mío —respondió sir Edward, que hizo una reverencia a Laurence y a Temerario. Se anticipó cuando el aviador hizo ademán de acompa?arle—. No, gracias. Puedo encontrar la salida por mis propios medios. Crecí en Londres y vagabundeaba por estos alrededores cuando era un joven que so?aba con dragones. Si bien sólo lleva aquí unos cuantos días, me atrevería a decir que conozco el lugar mejor que usted.

 

Se despidió de ellos después de haber convenido los detalles de la cita.

 

Laurence había planeado pasar la noche en un hotel cercano en el que la capitana Roland había alquilado una habitación, pero descubrió que no le apetecía abandonar la compa?ía del dragón, por lo que en lugar de irse, buscó algunas viejas mantas en el establo que empleaba la dotación de tierra y se preparó un polvoriento nido en las patas del animal, con la chaqueta enrollada a modo de almohada. Le presentaría sus disculpas a Jane por la ma?ana. Ella lo entendería.

 

—Laurence, ?cómo es China? —preguntó Temerario despreocupadamente después de que se hubieran tumbado ambos, con las alas del dragón protegiéndolos del viento invernal.

 

—Nunca he estado allí, amigo, sólo en la India —contestó—, pero tengo entendido que es un país maravilloso. Es la nación más antigua del mundo, ya lo sabes; es incluso anterior a Roma, y, sin lugar a dudas, sus dragones son los mejores de la tierra —agregó.

 

Vio cómo Temerario se henchía de satisfacción.

 

—Bueno, tal vez podamos visitarla alguna vez, cuando acabe la guerra y hayamos ganado. Me gustaría conocer a otro Celestial algún día —dijo el dragón—, pero eso que hicieron de enviarme a Napoleón fue una soberana estupidez. No voy a dejar que nadie te aparte de mí.

 

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