ángeles en la nieve

Voy a la casa de Seppo y le busco ropa que sea adecuada para el funeral. Le elijo un traje gris de raya diplomática y un abrigo largo de lana grueso para que no se congele durante la ceremonia fúnebre. De vuelta a la comisaría, le permito usar la sauna y la ducha para que se prepare, se asee y se afeite.

Hablo con Valtteri. Ha estado al teléfono, llamando a los de la iglesia, asegurándose de que Heli tiene un buen funeral. Lo ha dispuesto todo: su equipo blanco de camuflaje de invierno, una cámara de vídeo, equipo de grabación y un AK-47 con teleobjetivo. Dejo que Seppo se siente en la sala común sin esposas. Me parece demasiado cruel tenerlo en la celda a la espera de enterrar a su esposa. Me siento solo en mi despacho un rato y me pongo a fumar.

Cuando llega la hora, Seppo y yo vamos hasta la iglesia de Kittil? en mi coche. Hace un día espantoso: frío, oscuro y desapacible. él se sienta en el asiento del acompa?ante y mantiene la compostura. Intenta iniciar una conversación, hablar de Heli. Le hago saber, sin dejar lugar a dudas, que no me apetece charlar.

Tal como suele ocurrir en las peque?as poblaciones finlandesas, nuestra iglesia es sencilla y de madera. Se ha congregado mucha gente, quizás unas sesenta personas. Algunos conocían a Heli de cuando era ni?a; otros vienen por obligación, porque ha muerto un miembro de la congregación. Su familia está presente. Su madre y su padre apenas saludan a Seppo, pero me abrazan como si aún fuera su yerno. Jorma ha hecho un buen trabajo. El ataúd es blanco, con asas de latón bru?ido. Nada indica que los preparativos se han hecho en el último momento.

El pastor Nuorgam, laestadianista, celebra el oficio. Tras los preliminares habituales empieza el sermón. Al principio es agradable, lamenta la pérdida de una hija de la iglesia que durante un tiempo se descarrió, pero que, gracias a Jesucristo, recuperó la fe antes de morir. Luego empieza a despotricar, con voz queda y tranquila, pero no por ello menos violenta, sobre el pecado original y las torturas del Infierno. Acaba expresando sus esperanzas de que Heli no sufra esos tormentos.

Me piden que participe en el traslado del féretro. Declino la oferta. Atravesamos el cementerio helado; es la segunda vez que lo hago hoy. La tumba de Heli está a unos setenta metros de la de Sufia. El viento ha amainado; algo es algo. Introducen a Heli en la fosa, le dedican unas cuantas oraciones más y acaba todo. Seppo ha llorado un poco, pero, en general, se ha comportado bastante bien. No habrá velatorio.

Emprendemos el camino de vuelta y me paro a un lado de la carretera.

—Ahora voy a llevarte al lago —le anuncio—, al lugar donde mataron a Heli.

—?Vendrá el padre de Sufia?

—No lo sé.

—?Qué ha dicho?

—No mucho.

Sigo conduciendo en silencio durante unos minutos.

—Supongo que no te lo creerás por las cosas que hice —me revela Seppo—, pero yo quería a Heli más de lo que te imaginas. No sé cómo voy a vivir sin ella.

Yo mantengo la vista en la carretera, pero por el rabillo del ojo veo que Seppo vierte unas lágrimas.

—Estoy seguro de que encontrarás el modo.

—Tú eres un hombre fuerte —responde—. Debías de querer a Heli, después de tantos a?os, incluso después de lo que pasó entre vosotros al final, pero en el funeral has controlado el dolor perfectamente.

Es la segunda vez en dos días que me dicen que aún quería a Heli, y empieza a tocarme las narices.

—Ayer estabas convencido de que la odiaba lo suficiente como para matarla; ahora crees que aún la quería. ?En qué quedamos?

El muy imbécil me pone una mano sobre el hombro para consolarme.