Stardust - Polvo de estrellas

—?Qué quieres de la vida? —preguntó la chica del reino de las hadas.

 

—No lo sé —reconoció él—. A ti, creo.

 

—Yo quiero mi libertad —dijo ella.

 

Dunstan agarró la cadena de plata que ataba su mu?eca a su tobillo y que se perdía entre la hierba. Tiró de ella. Era más fuerte de lo que parecía.

 

—Aliento de gato y escamas de pez mezcladas con luz de luna y plata —le dijo ella—. Irrompible hasta que los términos del hechizo se consuman.

 

—Oh. —Dunstan volvió a echarse sobre la hierba.

 

—No debería importarme, pues es una cadena muy, muy larga; pero saber que existe es algo que me irrita, y echo de menos la tierra de mi padre. Y la bruja tampoco es que sea la mejor de las amas…

 

Y entonces calló. Dunstan se inclinó hacia ella, alargó una mano para tocarle la cara, notó que algo húmedo y caliente le mojaba la palma.

 

—Pero… ?estás llorando?

 

Ella no dijo nada. Dunstan la atrajo hacia sí, y le empezó a limpiar torpemente la cara con su manaza; y entonces acercó el rostro hacia sus sollozos y, sin atreverse del todo, sin saber si hacía o no lo correcto dadas las circunstancias, la besó de lleno en los labios ardientes. Hubo un momento de duda, y entonces la boca de ella se abrió, y su lengua se deslizó entre los labios de él, y Dunstan quedó, bajo aquellas extra?as estrellas, irrevocablemente perdido.

 

Había besado antes a algunas chicas del pueblo, pero no había llegado más allá.

 

Su mano palpó los peque?os pechos de ella a través de la seda de su vestido, y tocó sus duros pezones. Ella se abrazó a él como si se estuviera ahogando, y se peleó con sus pantalones, con su camisa. Era tan peque?a que él tenía miedo de hacerle da?o, de romperla. No fue así. Ella se retorció y se removió debajo de él, jadeando y sacudiéndose, y guiándole con la mano. Depositó un centenar de besos ardientes sobre su cara y su pecho, y entonces se colocó encima de él, montándole, jadeando y riendo, sudada y escurridiza como un pez, y él se arqueaba y empujaba y estaba lleno de júbilo, con la cabeza repleta de ella y sólo de ella; de haberlo sabido, habría gritado su nombre.

 

Al final, él había querido salir, pero ella le retuvo en su interior, le envolvió fuertemente con las piernas y apretó con tanta fuerza que Dunstan sintió que los dos ocupaban el mismo espacio en el universo; como si, durante un poderoso y sobrecogedor momento, fueran ambos la misma persona, dando y recibiendo, mientras las estrellas se desvanecían en el cielo que precede al alba.

 

 

 

Se tumbaron juntos, uno al lado del otro.

 

La mujer del País de las Hadas se ajustó el vestido de seda y una vez más quedó decorosamente cubierta. Dunstan se subió los pantalones, con pesar. Apretó la mano de la chica entre las suyas. El sudor se secó sobre su piel, y se sintió frío y solo.

 

Ahora podía verla, mientras el cielo cobraba una luz gris antes del alba. Los animales se revolvían agitados, los caballos golpeaban el suelo con sus cascos, los pájaros empezaban a cantar para atraer al alba, y aquí y allí, por todo el mercado, la gente empezaba a levantarse y a entrar en movimiento en el interior de las tiendas.

 

—Ahora, vete —dijo ella, y le miró, con algo de pesar y con los ojos del color del cielo de la ma?ana.

 

Y le besó delicadamente en la boca, con labios que sabían a mermelada de moras, y se levantó y volvió a la caravana de gitanos que había tras el tenderete.

 

Confuso y solo, Dunstan atravesó el mercado, sintiéndose mucho más viejo de lo que debiera con dieciocho a?os. Volvió al establo, se quitó las botas y durmió hasta despertar, cuando el sol ya estaba bien alto en el cielo.

 

Al día siguiente el mercado terminó, aunque Dunstan no regresó a él, y los extranjeros abandonaron el pueblo y la vida en Muro volvió a la normalidad, que posiblemente era un poco menos normal que la vida en la mayoría de pueblos (particularmente cuando el viento soplaba en la dirección equivocada), pero, con todo y con eso, era bastante normal.

 

Dos semanas después del mercado, Tommy Forester pidió la mano a Bridget Comfrey y ella aceptó. Y a la semana siguiente la se?ora Hempstock fue por la ma?ana a visitar a la se?ora Thorn. Tomaron té en la salita.

 

—Es una bendición lo del chico de los Forester —dijo la se?ora Hempstock.

 

—Sí que lo es —comentó la se?ora Thorn—. Tome otra magdalena, querida. Espero que su Daisy sea dama de honor.

 

—Espero que sea así —se?aló la se?ora Hempstock—, si es que vive lo suficiente.

 

La se?ora Thorn levantó la vista, alarmada.

 

—?Cómo! ?Acaso está enferma, se?ora Hempstock? No me diga eso…

 

—No come nada, se?ora Thorn. Se nos está yendo. Sólo bebe un poco de agua de vez en cuando.

 

—?Ay, Dios mío!…

 

La se?or Hempstock continuó diciendo:

 

—Anoche, por fin, descubrí la causa: es por su Dunstan.

 

La se?ora Thorn se llevó la mano a la boca.

 

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