Stardust - Polvo de estrellas

—?Salvias y ungüentos, filtros y remedios!

 

Dunstan se detuvo ante un tenderete cubierto de ornamentos de cristal y examinó los animales en miniatura, preguntándose si comprar uno para Daisy Hempstock. Cogió un gato de cristal, no más grande que su pulgar. Con un gesto de sabiduría, el gato le gui?ó un ojo y, sobresaltado, Dunstan lo soltó; el animalito se retorció en el aire como un gato de verdad y cayó sobre sus cuatro patas. Luego se dirigió hacia un rincón del tenderete y empezó a lamerse.

 

Dunstan siguió andando por el abarrotado mercado. Bullía de gente; allí estaban todos los extranjeros que habían llegado hacía semanas a Muro y también muchos de los habitantes del pueblo. El se?or Bromios había levantado una tienda de vinos y vendía vino y pasteles a la gente del pueblo, que a menudo se sentía tentada por los manjares que vendía la gente del Otro Lado del muro, pero a quienes sus abuelos, que lo sabían por sus abuelos, habían advertido que era un terrible, funesto error, comer comida de las hadas, disfrutar de la fruta de las hadas, beber el agua de las hadas y degustar el vino de las hadas.

 

Cada nueve a?os, la gente del otro lado de la colina levantaba sus tenderetes, y durante un día y una noche el prado acogía el Mercado de las Hadas, de modo que había, durante un día y una noche, comercio entre las naciones. Había maravillas a la venta, y prodigios, y milagros; se podían encontrar cosas jamás so?adas y objetos inimaginados (??qué necesidad —se preguntó Dunstan— podría tener alguien de una cáscara de huevo rellenas de tormenta??). Hizo tintinear el dinero que llevaba atado en el pa?uelo y buscó algo peque?o y barato con lo que divertir a Daisy.

 

Oyó un suave repiqueteo en el aire por encima del fragor del mercado, y hacia allí se dirigió. Pasó junto a un tenderete donde cinco hombres enormes bailaban al son lúgubre de un organillo que tocaba un oso negro de aspecto triste; pasó por un puesto donde un hombre calvo vestido con un kimono de colores brillantes rompía platos de porcelana y los arrojaba a un tazón ardiente del que manaba humo de colores, mientras llamaba a los paseantes.

 

El repiqueteo se hizo más insistente y perceptible.

 

Llegó al quiosco desde donde procedía el ruidito, pero no vio a nadie. Estaba cubierto de flores: dedaleras y narcisos y dientes de león, y también violetas y lirios, peque?as rosas carmesíes, pálidas campanillas blancas, nomeolvides azules y gran profusión de otras flores que Dunstan no pudo nombrar. Cada flor estaba hecha de vidrio o de cristal, moldeada o tallada, no supo decirlo, pero imitaban perfectamente la realidad. Y repiqueteaban como lejanas campanas de cristal.

 

—?Hola? —dijo Dunstan.

 

—Muy buenas tenga usted, en este Día de Mercado —dijo la encargada del tenderete, que bajó de la caravana que había tras la mesa y el toldo, con una amplia sonrisa llena de dientes blancos sobre su cara oscura.

 

Era del pueblo del Otro Lado del muro, supo enseguida Dunstan por sus ojos y por sus orejas, que eran visibles bajo su pelo negro y rizado. Sus ojos eran de un violeta profundo, mientras que sus orejas se semejaban a las de un gato, delicadamente curvadas y cubiertas de un vello fino y oscuro. Era muy bella.

 

Dunstan tomó una flor del tenderete.

 

 

 

—Es muy bonita —dijo. Era una violeta, que tintineaba en su mano con un sonido similar al que se logra humedeciendo el dedo y frotando con cuidado el borde de una copa de vino—. ?Cuánto vale?

 

Ella se encogió de hombros, absolutamente encantadora.

 

—El precio nunca se discute de entrada —le dijo—. Podría ser mucho más de lo que estás dispuesto a pagar; entonces tú te irías y ambos saldríamos perdiendo. Discutamos sobre la mercancía de una manera más general.

 

Dunstan hizo una pausa. El caballero del sombrero de copa de seda negro pasó junto al tenderete.

 

—Hecho —le murmuró al oído—. Mi deuda contigo está saldada, y mi alquiler pagado y bien pagado.

 

—?De dónde provienen estas flores? —solicitó Dunstan.

 

Ella sonrió con malicia.

 

—En una ladera del monte Calamon crece un claro de flores de cristal; el viaje hasta allí es peligroso, y el viaje de vuelta aún lo es más.

 

—?Y qué utilidad tienen?

 

—El empleo de estas flores es sobre todo decorativo y recreativo; dan placer, pueden ser entregadas a la persona amada como prueba de admiración y afecto, y el sonido que emiten es agradable al oído. También reflejan la luz de la manera más deliciosa que hayas visto. —Y levantó una campanilla para que la viera al trasluz. Dunstan observó que el color de la luz del sol, destellando a través del cristal púrpura, era inferior en matiz y en tono a los ojos de ella.

 

—Ya veo —dijo Dunstan.

 

—También se usan en ciertos encantos y hechizos. ?El se?or quizás es mago…?

 

Dunstan sacudió la cabeza. Se dio cuenta de que había algo especial en aquella joven.

 

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