Stardust - Polvo de estrellas

Daisy levantó la mirada, le cogió el pa?uelo y se sonó con él, sollozando. Y la se?ora Hempstock observó, con cierta perplejidad, que Daisy parecía sonreír tras las lágrimas.

 

—Pero madre, ?Dunstan me ha besado! —dijo Daisy Hempstock, y se colocó la campanilla blanca de cristal en el sombrero, donde resplandecía y resonaba.

 

El se?or Hempstock y el padre de Dunstan hallaron el tenderete donde se vendían las flores de cristal, pero tras éste sólo había una mujer vieja, acompa?ada de un exótico y hermosísimo pájaro, encadenado a su percha con una fina cadena de plata; fue imposible razonar con la vieja, que sólo hablaba de uno de los tesoros de su colección, echado a perder por una inútil total, y decía que ése era el resultado de la ingratitud y de esta triste época moderna, y de los criados de hoy en día.

 

En el pueblo vacío (?quién iba a quedarse en el pueblo, si podía ir al mercado?), Dunstan fue llevado hasta La Séptima Garza, donde le instalaron en un banco de madera. Reposó con la frente en la mano, con la vista perdida nadie sabe dónde y, de vez en cuando, suspiraba unos enormes suspiros, como el viento.

 

Tommy Forester intentó hablar con él.

 

—Bueno, veamos, viejo amigo, anímate, eso es lo que hay que hacer, a ver, ensé?ame una sonrisa, ?eh? ?No te apetece comer nada? ?Ni nada de beber? ?No? Te juro que estás muy raro, Dunstan, viejo amigo…

 

Pero al no conseguir sonsacarle respuesta alguna, Tommy empezó a echar en falta el mercado, donde en esos precisos instantes (se rascó su dolorida mandíbula) la hermosa Bridget sufría el acecho de un enorme e imponente caballero de ropajes exóticos con un peque?o mono que parloteaba. Y después de asegurarse de que su amigo no tenía, o al menos eso parecía, ninguna intención de abandonar la posada vacía, Tommy volvió a atravesar el pueblo hasta la abertura del muro, y la traspasó de nuevo. Para entonces, el lugar era un hervidero: un escenario salvaje de espectáculos de marionetas, malabaristas y animales danzantes, subastas de caballos y una exposición de toda clase de cosas a la venta o canjeables…

 

A esa hora, última de la tarde, empezó a salir otro tipo de gente. Había un pregonero, que daba noticias del modo en que un periódico moderno imprime titulares:

 

—?El se?or de Stormhold sufre una misteriosa enfermedad! ?La Colina de Fuego se ha mudado a la Plaza Fuerte de Dene! ?El único heredero del propietario de Garamond es transformado en un cerdito gru?ón! —Por una moneda ampliaba la información sobre estas gentes y lugares.

 

El sol se puso, y una enorme luna de primavera apareció, bien alta ya en los cielos. Sopló una brisa helada. Ahora los comerciantes se retiraban al interior de sus tiendas, y los visitantes del mercado les oían susurrar, invitándolos a participar de numerosas maravillas, todas disponibles por un precio.

 

Y mientras la luna bajaba hacia el horizonte, Dunstan Thorn anduvo calladamente por las calles empedradas del pueblo de Muro. Pasaron a su lado muchos juerguistas, visitantes y extranjeros, pero pocos se fijaron en él.

 

Traspasó la abertura del muro —era muy grueso— y Dunstan se preguntó, al igual que su padre antes que él, qué ocurriría si anduviera por encima de aquella pared. Por la abertura cruzó al prado, y aquella noche, por vez primera en su vida, Dunstan pensó en continuar más allá, cruzar el arroyo y desaparecer entre los árboles, lejos de los campos conocidos. Recibió incómodo estos pensamientos, como recibe alguien a unos invitados inesperados, y los apartó de su mente en cuando alcanzó su objetivo, como alguien que se disculpase al recordar una cita previa.

 

La luna se ocultaba.

 

Dunstan se llevó las manos a la boca y silbó. No hubo respuestas; el cielo sobre su cabeza era de un color profundo… azul, quizás, o púrpura, negro no, salpicado de más estrellas de las que la mente podía contener.

 

Silbó una vez más.

 

—Eso —le dijo ella con aspereza— no se parece en nada a un mochuelo. Podría ser un búho de las nieves, un búho común, incluso. Si tuviera un par de ramitas metidas en las orejas, quizá podría hacerme pensar incluso en una lechuza. Pero de ningún modo en un mochuelo.

 

Dunstan se encogió de hombros y sonrió, un poco tontamente. La mujer del País de las Hadas se sentó a su lado. Ella le embriagaba; la estaba respirando, la sentía a través de los poros de su piel. Se acercó a él.

 

—?Crees que estás bajo un hechizo, hermoso Dunstan?

 

—No lo sé.

 

Ella rio y el sonido fue como el de un riachuelo limpio, burbujeando entre rocas y cantos.

 

—No estás bajo ningún hechizo, hermoso, hermoso chico.

 

 

 

Se echó sobre la hierba y contempló el cielo.

 

—Vuestras estrellas —preguntó—. ?Cómo son? —Dunstan también se echó sobre la hierba fresca, y contempló el cielo nocturno. Sin duda algo raro tenían las estrellas; quizá más color, quizás algo extra?o sucedía con el número de estrellas menudas, con las constelaciones; algo extra?o y maravilloso sucedía con las estrellas. Pero entonces…

 

Echados el uno junto al otro, contemplaban el cielo.

 

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