Stardust - Polvo de estrellas

Los guardas del portal vigilaban a la gente, no a los gatos; y Tristran jamás volvió a ver a su gata azul. Tenía doce a?os, y durante un tiempo estuvo inconsolable. Su padre fue una noche a su dormitorio y se sentó al extremo de la cama, y le dijo rudamente: —Será más feliz al otro lado del muro, con los de su raza. No sufras más, chico.

 

Su madre no le dijo nada sobre el asunto, porque bien poca cosa solía decir ante cualquier tema. A veces Tristran levantaba la cabeza y veía que su madre le miraba intensamente, como si intentase arrancar algún secreto de su cara. Louisa, su hermana, le martirizaba por esto cuando se dirigían a la escuela del pueblo cada ma?ana, igual que le martirizaba por muchas otras cosas; por ejemplo, la forma de sus orejas (tenía la oreja derecha pegada a la cabeza, y casi en punta; la izquierda no), o las tonterías que decía: una vez Tristran comentó que las nubes peque?as, blancas y algodonosas que se amontonaban por todo el horizonte cuando se ponía el sol y ellos volvían a casa de la escuela eran ovejas. No sirvió de nada que después él dijera que tan sólo se refería a que le recordaban unas ovejas, o que algo de algodonoso y aborregado tenían esas nubes; Louisa se rio y se burló y lo martirizó como un duende, e incluso peor: se lo contó a los demás ni?os, y les incitó a balar disimuladamente cuando Tristran pasaba por su lado. Louisa había nacido para sembrar ciza?a, y siempre hacía rabiar a su hermano.

 

La escuela del pueblo era una buena escuela, y Tristran Thorn lo aprendió todo sobre las fracciones, la longitud y la latitud; también aprendió a pedir en francés la pluma de la tía del jardinero, e incluso la pluma de su propia tía; aprendió los reyes y reinas de Inglaterra desde Guillermo el Conquistador, 1066, hasta Victoria, 1837. Aprendió a leer, y su caligrafía no era mala. Raramente había forasteros por el pueblo, pero de vez en cuando se acercaba un buhonero que vendía pliegos de cordel en los que se relataban horribles asesinatos, hallazgos fortuitos, haza?as increíbles y fugas memorables. Los buhoneros vendían partituras de canciones, dos por un penique, y las familias se reunían alrededor de sus pianos y cantaban canciones como ?Cereza madura? y ?En el jardín de mi padre?.

 

 

 

Y así pasaban los días, y las semanas, y así pasaron también los a?os. Por un proceso de ósmosis, de chistes verdes, secretos susurrados y adivinanzas obscenas, Tristran supo del sexo a los catorce a?os. Cuando tenía quince se hizo da?o en el brazo al caer del manzano que había junto a la casa del se?or Thomas Forester; en concreto, del manzano que daba a la ventana del dormitorio de la se?orita Victoria Forester, desde donde sólo había podido entrever un destello rosado y confuso de Victoria, que tenía la edad de su hermana y era, sin duda alguna, la chica más hermosa en cien leguas a la redonda.

 

Cuando Victoria tenía diecisiete a?os, los mismos que Tristran, la chica era con toda probabilidad (aunque él estaba seguro) la más bella de todas las Islas Británicas. Tristran habría insistido en que era la chica más bonita de todo el imperio Británico —si no de todo el mundo— y habría pegado a cualquiera, o habría estado dispuesto a ello, que se lo hubiese discutido. De todos modos, hubiera sido difícil encontrar a alguien en Muro que hubiera estado dispuesto a discutirlo: Victoria hacía volver muchas cabezas, y lo más probable es que rompiera muchos corazones. Una descripción: tenía los ojos grises y la cara en forma de corazón de su madre, y el pelo rizado y casta?o de su padre. Tenía los labios rojos y perfectamente formados, y sus mejillas se encendía arrebatadoramente cuando hablaba. Era de piel pálida y absolutamente deliciosa. A los dieciséis a?os se enfrentó seriamente a su madre porque se le había metido en la cabeza que quería trabajar en La Séptima Garza de camarera.

 

—He hablado con el se?or Bromios sobre esto —le dijo— y él no tiene ninguna objeción.

 

—Lo que opine o deje de opinar el se?or Bromios —replicó la madre— no tiene la menor importancia. Es una ocupación de lo más inapropiada para una jovencita.

 

El pueblo de Muro contempló con fascinación el pulso entre ambas voluntades preguntándose cuál podría ser el resultado, porque nadie se atrevía con Bridget Forester: tenía una lengua que podía, decían los paisanos, quemar la pintura de la puerta de un granero y arrancar la corteza a un roble. Nadie en todo el pueblo hubiera querido estar a malas con Bridget Forester, y se decía que era más probable que el muro saliese andando que alguien lograse hacerle cambiar de opinión.

 

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