Stardust - Polvo de estrellas

—?Te parecería atrevido por mi parte que te besara? —preguntó Tristran.

 

—Sí —dijo Victoria dura y fríamente—. Muy atrevido.

 

—Ah —dijo Tristran.

 

Subieron por la colina de Dyties sin hablar; en la cima se dieron la vuelta y vieron a sus pies el pueblo de Muro, que era todo velas relucientes y lámparas brillantes a través de las ventanas, cálidas luces amarillas que les llamaban, incitadoras, y por encima de sus cabezas, las luces de miríadas de estrellas, que centelleaban, parpadeaban, ardían, heladas y distantes, más numerosas de lo que la mente era capaz de abarcar. Tristran alargó la mano y tomó la manita de Victoria entre las suyas. Ella no la apartó.

 

—?Has visto eso? —preguntó Victoria.

 

—No he visto nada —respondió Tristran—. Te estaba mirando. —Decía la verdad.

 

Victoria sonrió bajo la luz de la luna.

 

—Eres la mujer más hermosa de todo el mundo —dijo Tristran, desde el fondo de su corazón.

 

—No digas tonterías —dijo Victoria, con gentileza.

 

—?Qué has visto? —preguntó Tristran.

 

—Una estrella fugaz —dijo Victoria—. Creo que son bastante comunes en esta época del a?o.

 

—Vicky —dijo Tristran—. ?Me das un beso?

 

—No —dijo ella.

 

—Me besaste cuando éramos más jóvenes. Me besaste bajo el Roble del Juramento, cuando cumpliste los quince a?os. Y me besaste el último Primero de Mayo, detrás del establo de tu padre.

 

—Era otra persona, entonces —dijo ella—. Y no te besaré, Tristran Thorn.

 

—Si no quieres besarme —preguntó Tristran—, ?querrás casarte conmigo?

 

 

 

Se hizo el silencio en la colina. Tan sólo se percibía el rumor del viento de octubre. Entonces se oyó un repiqueteo cristalino: era el sonido de la risa divertida y deliciosa de la chica más bella de todas las Islas Británicas.

 

—?Casarme contigo? —repitió ella, incrédula—. ?Y por qué debería casarme contigo, Tristran Thorn? ?Qué puedes ofrecerme?

 

—?Ofrecerte? —preguntó él—. Iría a la India por ti, Victoria Forester, y te traería los colmillos enormes de los elefantes, y perlas tan grandes como tu pulgar, y rubíes del tama?o de huevos de codorniz. Iría a áfrica, y te traería diamantes del tama?o de pelotas de críquet. Encontraría las fuentes del Nilo y les pondría tu nombre. Iría a América, hasta San Francisco, a los campos acuíferos, y no volvería hasta haber conseguido tu peso en oro. Entonces lo traería de vuelta y lo postraría a tus pies. Viajaría hasta las distantes tierras del norte, si me dijeras tan sólo una palabra, y mataría a los tremendos osos polares para traerte sus pieles.

 

—Ibas bastante bien —dijo Victoria Forester—, hasta eso de los osos polares. Sea como fuere, mozo de tienda y mozo de granja, no te besaré; ni tampoco me casaré contigo.

 

Los ojos de Tristran ardieron bajo la luz de la luna.

 

—Viajaría hasta el lejano Catay por ti, y te traería un temible junco que arrebataría al rey de los piratas, lleno a rebosar de jade y seda y opio. Iría a Australia, al otro lado del mundo, y te traería… Hum… —Se devanó los sesos repasando los pliegos de cordel que almacenaba en la cabeza e intentando recordar si alguno de sus héroes había visitado Australia—… Un canguro. Y ópalos —a?adió. Estaba casi seguro de los ópalos.

 

Victoria Forester le apretó la mano.

 

—?Y qué haría yo con un canguro? —preguntó—. Venga, deberíamos irnos o mi padre y mi madre me preguntarán qué me ha retenido, y llegarán a unas conclusiones totalmente injustificadas, porque yo no te he besado, Tristran Thorn.

 

—Bésame —le rogó él—. No hay nada que no sea capaz de hacer por tu beso, no hay monta?a que no pueda escalar, ni río que no pueda vadear, ni desierto que no pueda atravesar.

 

Hizo un gesto amplio, indicando el pueblo de Muro a sus pies y el cielo nocturno sobre sus cabezas.

 

En la constelación de Orión, una estrella relampagueó, chisporroteó y cayó.

 

—Por un beso, y la promesa de tu mano —dijo Tristran grandilocuentemente—, te traería esa estrella fugaz.

 

Tuvo un escalofrío, pues su chaqueta era muy fina, y además le resultó obvio que no iba a obtener su beso, cosa que hallaba desconcertante: los héroes viriles de los folletines y las novelas por entregas nunca tenían problemas a la hora de conseguir besos.

 

—Muy bien, pues —dijo Victoria—. Si tú lo haces, yo lo haré.

 

—?Qué? —dijo Tristran.

 

—Si me traes esa estrella —dijo Victoria—, la que acaba de caer, no otra estrella cualquiera, entonces te besaré, y quién sabe qué más podría hacer. Ya está: no hace falta que vayas a Australia, ni a áfrica, ni al lejano Catay.

 

—?Qué? —dijo Tristran.

 

Victoria se rio entonces de él, y le soltó la mano, y empezó a bajar por la colina en dirección a la granja de su padre.

 

Tristran corrió para alcanzarla.

 

—?Lo dices de veras? —le preguntó.

 

—Lo digo tan de veras como tú hablabas de rubíes y de oro y de opio. ?Qué es un opio?

 

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