Stardust - Polvo de estrellas

Tristran lo hizo; cuando tocó los extremos de la cadena de plata, se entretejieron y se enmendaron como si nunca hubiesen estado rotos.

 

—Es muy bonito —dijo Tristran, vacilante.

 

—Es el Poder de Stormhold —dijo su madre—. Nadie puede discutir eso. La sangre corre por tus venas, y todos tus tíos han muerto. Serás un gran se?or de Stormhold.

 

Tristran la contempló honradamente perplejo.

 

—Pero yo no deseo ser se?or de ninguna parte —respondió—, ni de nada, excepto quizá del corazón de mi dama.

 

Y tomó la mano de la estrella entre las suyas, la apretó contra su pecho y sonrió. La mujer sacudió las orejas con impaciencia.

 

—En casi dieciocho a?os, Tristran Thorn, no te he pedido ni una sola cosa. Y ahora, ante la primera simple petición que te hago… ante el mínimo favor que te pido… tú me dices que no. Te pregunto, Tristran, si ésta es manera de tratar a tu madre.

 

—No, madre —dijo Tristran.

 

—Bueno —continuó ella, un poco enternecida—, pues yo creo que a vosotros los jóvenes os conviene tener un hogar propio y tener una ocupación. Y si no te gusta, siempre puedes irte, ?sabes? No hay cadena de plata que te ate al trono de Stormhold.

 

Tristran halló esto muy tranquilizador. Yvaine se sintió menos impresionada, porque sabía que cadenas de plata las había de todas formas y tama?os; pero también sabía que no sería nada inteligente empezar su vida junto a Tristran discutiendo con su madre.

 

—?Puedo tener el honor de preguntaros cómo os llamáis? —inquirió Yvaine, que temió haber endulzado demasiado sus palabras. La madre de Tristran se irguió orgullosa, e Yvaine supo que no había equivocado la medida de sus halagos.

 

—Soy lady Una de Stormhold —dijo. Entonces metió la mano en una peque?a bolsa que llevaba colgada de un costado y sacó una rosa de cristal, de un rojo tan oscuro que casi parecía negro a la luz vacilante de la hoguera—. Es mi paga —continuó— a más de sesenta a?os de servidumbre. Le supo terriblemente mal entregármela, pero las reglas son las reglas, y hubiese perdido su magia y mucho más aún si no me la hubiese dado. Tengo planeado canjearla por un palanquín que nos lleve de vuelta a Stormhold. Debemos presentarnos con cierto estilo. Oh, cuánto he echado de menos mi tierra… Debemos conseguir porteadores, jinetes, y quizás un elefante… Son tan imponentes, no hay nada que diga ?aparta de mi camino? con tanta autoridad como un elefante abriendo la comitiva…

 

—No —dijo Tristran.

 

—?No? —preguntó su madre.

 

—No —repitió Tristran—. Tú puedes viajar en el palanquín, y en elefante, y en camello si lo deseas, madre. Pero Yvaine y yo iremos allí a nuestra manera, y viajaremos a nuestro propio ritmo.

 

Lady Una inspiró profundamente, e Yvaine decidió que prefería poner cierta distancia entre su persona y aquella discusión, así que se levantó y les dijo que volvería pronto, que quería pasear un poco y que no se alejaría. Tristran le lanzó una mirada suplicante, pero Yvaine sacudió la cabeza: aquella pelea tenía que ganarla él, y pelearía mejor si ella no estaba presente.

 

La joven cojeó por el mercado crepuscular y se detuvo junto a una tienda de la que procedían música y aplausos, de cuyo interior se derramaba una luz que parecía oro líquido. Escuchó la música, y reflexionó inmersa en sus propios pensamientos. Fue allí donde una anciana encorvada, renqueó hasta la estrella y le pidió que se detuviera un momento para hablar.

 

—?Sobre qué? —preguntó Yvaine.

 

La anciana, encogida por la edad y el tiempo hasta un tama?o poco mayor que el de un ni?o, se agarraba a un bastón alto y torcido como ella misma con unas manos temblorosas y de nudillos hinchados. Contempló a la estrella con su ojo bueno y con su ojo lechoso, y dijo:

 

—Venía a llevarme tu corazón conmigo.

 

—?De veras? —preguntó la estrella.

 

—Sí —dijo la anciana—. A punto estuve de conseguirlo, en aquel puerto de monta?a. —Rio engoladamente al recordarlo—. ?No te acuerdas?

 

Llevabas un fardo voluminoso a la espalda que casi parecía una joroba. Un cuerno en espiral de marfil sobresalía del fardo, e Yvaine supo entonces dónde había visto antes ese cuerno.

 

—?Eras tú? —preguntó la estrella a la diminuta mujer—. ?Tú, la de los cuchillos?

 

—Ajá. Era yo. Pero malgasté toda la juventud que reservé para el viaje. Cada acto de magia me costaba un poco de la juventud que vestía, y ahora soy más vieja de lo que nunca he sido.

 

—Si me tocas —le amenazó la estrella—, si me pones un solo dedo encima, lo lamentarás para siempre jamás.

 

—Si alguna vez llegas a tener mi edad —dijo la anciana—, sabrás todo cuanto se puede saber sobre las lamentaciones, y sabrás que una más, aquí o allí, a la larga nunca representa una gran diferencia.

 

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