Stardust - Polvo de estrellas

—Algunos de nosotros queríamos dejarte regresar esta misma ma?ana —dijo el vicario—, y algunos querían hacerte esperar hasta el mediodía.

 

—Pero ninguno de los que te querían hacer esperar están de guardia a esta hora —dijo el se?or Bromios—, cosa que exigió cierta complicación a la hora de organizarse… y precisamente en un día en que yo debería estar atendiendo el puesto de refrescos, podría remarcar. Pero me alegro de verte de vuelta. Vamos, pasa. —Y con estas palabras le ofreció su mano, que Tristran apretó con entusiasmo. Luego Tristran dio la mano al vicario.

 

—Tristran —dijo el vicario—, supongo que debes de haber visto muchas cosas extra?as en tus viajes.

 

Tristran reflexionó un momento.

 

—Supongo que sí —dijo.

 

—Entonces debes venir a la vicaría la semana que viene —le aconsejó el vicario—. Tomaremos el té y me lo contarás todo. En cuanto te hayas instalado, ?eh?

 

Y Tristran, que siempre había tenido un gran respeto por el vicario, no pudo hacer otra cosa que asentir.

 

Louisa suspiró, un poco teatralmente, y empezó a andar con ligereza en dirección hacia La Séptima Garza. Tristran corrió por el empedrado para alcanzarla y se puso a caminar a su lado.

 

—Mi corazón se alegra mucho de volver a verte, hermana.

 

—Como si todos nosotros no hubiésemos estado enfermos de preocupación por ti —dijo ella, enfadada—, tú y tus anhelos por vagabundear. Ni siquiera me despertaste para despedirte de mí. Papá ha estado terriblemente preocupado. En Navidad, sin ti, después de haber comido el ganso y el pudin, levantó su copa de oporto y brindó por los amigos ausentes, y mamá sollozó como un bebé; por supuesto yo también me eché a llorar, y entonces papá empezó a sonarse con su mejor pa?uelo, y el abuelo y la abuela Hempstock insistieron en que cantásemos villancicos y leyéramos poemas navide?os, pero eso tan sólo empeoró las cosas. Para decirlo sin rodeos, Tristran, nos arruinaste completamente las Navidades.

 

—Lo siento —se disculpó Tristran—. ?Qué hacemos ahora? ?Adónde vamos?

 

—Vamos a La Séptima Garza —dijo Louisa—. Yo diría que es bastante obvio. El se?or Bromios dijo que podías usar su sala de estar. Hay alguien que tiene que hablar contigo.

 

 

 

Y no dijo nada más cuando entraron en la taberna. Hubo cierto número de caras que Tristran reconoció, y gente que le saludó con la cabeza, o le sonrió, o no le sonrió, mientras atravesaba la sala y se abría paso hasta las estrechas escaleras situadas tras la barra, con Louisa a su lado. Las planchas de madera crujían bajo sus pies.

 

Louisa miró malhumorada a Tristran. Entonces le empezó a temblar el labio y, para sorpresa de Tristran, le echó los brazos al cuello y le abrazó con tanta fuerza que no podía respirar. Luego, sin decir palabra, su hermana huyó escaleras abajo.

 

Tristran llamó a la puerta de la sala de estar y entró. La sala estaba decorada con gran número de objetos inusuales, de peque?as figuritas antiguas y de jarros de arcilla. En la pared colgaba una vara, envuelta en hojas de hiedra o, mejor dicho, en un metal oscuro hábilmente forjado para que pareciese hiedra. Aparte de estos detalles decorativos, la sala de estar hubiese podido pertenecer a cualquier empleado soltero con muy poco tiempo para estar en ella. El mobiliario constaba de un peque?o diván, una mesa baja donde había un volumen forrado en piel y muy usado de los sermones de Laurence Stenre, un piano y varias butacas de piel. En una de ellas estaba sentada Victoria Forester.

 

Tristran se dirigió hacia ella lenta, firmemente, y entonces se arrodilló a sus pies, como había hecho antes sobre el barro de un camino rural.

 

—Oh, por favor, no —dijo Victoria Forester, incómoda—. Por favor, levántate. ?Por qué no te sientas ahí? En esa silla. Sí. Mucho mejor.

 

La luz de la ma?ana brillaba a través de las cortinas de encaje e iluminaba su pelo casta?o desde atrás, enmarcando su cara en oro.

 

—Mírate —dijo ella—. Te has convertido en un hombre. Y la mano… ?Qué le ha pasado a tu mano?

 

—Me la quemé —dijo él—. En un fuego.

 

Ella no dijo nada, al principio. Tan sólo le miró. Entonces se hundió profundamente en la butaca, miró enfrente, concentrándose en la vara de la pared o en alguna de las curiosas estatuas antiguas del se?or Bromios, y habló:

 

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