El Código Enigma

Exceptuando la cita ocasional, el resto del libro, para bien o para mal, es obra mía. Pero he contraído deudas con muchas personas. Reconocer las deudas de esta forma puede remontarte con facilidad hasta Adán y Eva, por lo que he elegido la Segunda Guerra Mundial como mi fecha tope, y he dividido al personal en tres grupos generacionales.

 

Primero, las grandes figuras de la titanomaquia de 1937—1945. Casi todas las familias tienen su peque?o panteón de figuras de la guerra, como el caso de mi tío Keith Wells, que sirvió como marine en Florida y las islas de Guadalcanal, y que es posible que fuese el primer marine americano en llegar a una playa, en una operación ofensiva, durante esa guerra. Pero esta novela trata básicamente sobre gente con inclinaciones técnicas a las que se les pidió que hicieran cosas increíblemente extra?as durante los a?os de la guerra. Entre todos esos grandes hackers de la guerra, un reconocimiento especial debe dirigirse a William Friedman, quien sacrificó su salud para romper el cifrado mecánico japonés llamado Púrpura antes del inicio de la guerra.

 

Pero he dedicado esta novela a mi abuelo S. Town Stephenson. Al hacerlo, corro el riesgo de que la gente realice todo tipo de suposiciones infundadas sobre las similitudes entre su familia —o lo que es lo mismo, la mía— y los personajes de este libro. Por tanto, para que quede claro, garantizo que me lo he inventado todo — ?en serio!— y que no es un román a clef; este libro no es más que una novela, y no una forma solapada de apabullar al lector con oscuros y profundos secretos familiares sin aviso previo.

 

Segundo: conocidos míos que (en su mayor parte sin saberlo) ejercieron una gran influencia en la dirección de este proyecto. Esos amigos incluyen, en orden alfabético, a Douglas Barnes, Geoff Bishop, George Dyson, Marc y Krist Geriene de Nova Marine Exploration, Jim Gibbons, Bob Grant, David Handley, Kevin Kelly, Bruce Sterling y Walter Wriston, que anduvo con una máquina criptográfica por Filipinas durante la guerra, y que sobrevivió para contarme, cincuenta a?os después, historias sobre el sistema bancario prebélico de Shanghai.

 

Tercero: personas cuyos esfuerzos hicieron posible, o al menos mucho más fácil, que escribiese este libro. En ocasiones su contribución fue enormes cantidades de amor y apoyo, como en el caso de mi esposa, mis hijos y los abuelos de mis hijos. Otros me apoyaron con el procedimiento enga?osamente simple de realizar sus trabajos respectivos con tenacidad y rigor: mi editora, Jennifer Hershey, y mis agentes, Liz Darhansoff y Tal Gregory. Y muchas personas realizaron contribuciones inconscientes a este libro simplemente manteniendo conversaciones interesantes conmigo que probablemente ya hace mucho que han olvidado: Wayne Barker, Christian Borgs, Jeremy Bornstein, Al Butler, Jennifer Chayes, Evelyn Corbett, Hugh Davis, Dune, John Gilmore, Ben y Zenaida Gonda, Mike Etawley, Eric Hughes, Cooper Moo, Dan Simón y Linda Stone.

 

Neal Town Stephenson

 

 

 

 

 

Hay un paralelismo asombroso entre los problemas de un físico y los de un criptógrafo. El sistema con el que se cifra un mensaje se corresponde con las leyes del universo, el mensaje interceptado con los datos disponibles, las claves para un día o un mensaje con las constantes importantes a determinar. La correspondencia es muy estrecha, pero es muy fácil tratar con el material criptográfico por medio de máquinas discretas. No es tan sencillo en el caso de la física.

 

 

 

 

 

ALAN TURING

 

 

Esta ma?ana [Imelda Marcos] ofreció la última de una serie de explicaciones para los miles de millones de dólares que se cree que ella y su marido, que falleció en 1989, robaron durante su presidencia.

 

?Fue una coincidencia asombrosa que Marcos tuviese dinero —declaró—. Después de la conferencia de Bretton Woods, comenzó a comprar oro de Fort Knox. Tres mil toneladas, luego cuatro mil toneladas. Tengo documentos: siete mil toneladas. Marcos era muy inteligente. Lo tenía todo. Es curioso; América no le comprendía.?

 

The New York Times,lunes, 4 de marzo, 1996

 

 

 

 

 

Prólogo

 

 

Dos ruedas vuelan

 

Boscaje de bambú

 

Cantos de guerra

 

 

 

 

 

… Es lo mejor que se le ocurre al cabo Bobby Shaftoe dadas las circunstancias… está de pie sobre el estribo del camión, agarrando su Springfield con una mano y el espejo retrovisor con la otra, así que no tiene sentido plantearse contar las sílabas con los dedos. ??Rueda? tiene dos sílabas o tres? ?Qué hay de ?vuelan?? El camión finalmente decide no volcar y vuelve a apoyarse sobre las cuatro ruedas. El chirrido y la inspiración desaparecen. Bobby todavía puede oír como cantan los cooíies, a lo que ahora hay que a?adir el tijeretazo de la transmisión del camión cuando el soldado Wiley reduce la marcha. ?Podría ser que Wiley estuviese perdiendo los nervios? Y, en la parte de atrás, bajo las lonas, tonelada y media de archivadores que chocan entre sí, libros de códigos que saltan al suelo, el combustible agitándose en los tanques de los generadores eléctricos de la Estación Alfa. El mundo moderno es un infierno para el autor de haikus: ?Generadores eléctricos? tiene, ?cuántas?, ?nueve sílabas? ?Ni siquiera podría encajarlo en la segunda línea!

 

—?Nos está permitido atropellar a la gente? —pregunta el soldado raso Wiley, y machaca el botón de la bocina antes de que Bobby Shaftoe pueda responder. Un policía sij les cierra el paso con una carretilla de fertilizante compuesto de excrementos humanos. La reacción instintiva de Shaftoe es decir: ?Claro, ?qué iban a hacer, declararnos la guerra??, pero como hombre de mayor graduación del camión probablemente se supone que debe usar la cabeza o similar, así que no contesta inmediatamente. Examina la situación:

 

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