El Código Enigma

El verano siguiente Lawrence y Alice, su madre, fueron colonizados por un primo lejano, un virus que era un magnífico cabrón. Lawrence escapó de él con una casi imperceptible tendencia a arrastrar uno de los pies. Alice acabó en un pulmón de acero. Más tarde, incapaz de toser bien, pilló la neumonía y murió.

 

Godfrey, el padre de Lawrence, confesó con total sinceridad que no estaba capacitado para soportar el peso que había caído sobre sus hombros. Dimitió de su puesto en la peque?a universidad de Virginia y se trasladó, junto a su hijo, a una casita en Moorhead, Minnesota, justo al lado del hogar de Bunyan y Blanche. Más tarde consiguió trabajo de profesor en una escuela cercana.

 

En ese punto, todos los adultos responsables de la vida de Lawrence parecieron llegar al acuerdo tácito de que la mejor forma de educarle —y ciertamente, la más fácil— era dejarle en paz. En los raros momentos en que Lawrence solicitaba la intervención de un adulto en su vida era normalmente para plantear una pregunta que nadie podía responder. Al cumplir los dieciséis a?os, sin haber encontrado en el sistema educativo local nada que pudiese plantearle un desafío, Lawrence Pritchard Waterhouse fue a la universidad. Se matriculó en la Escuela Universitaria Estatal de Iowa, que entre otras cosas era la sede de un Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales de la Reserva Naval en el que fue alistado a la fuerza.

 

El CEORN de la Escuela Universitaria Estatal de Iowa tenía una banda, a la que le encantó descubrir que a Lawrence le interesaba la música. Como era extremadamente difícil entrenarse sobre la cubierta de un acorazado mientras se tocaba el órgano, le entregaron un xilófono y un par de peque?as baquetas.

 

Cuando no marchaba de un lado a otro sobre la llanura del río Skunk emitiendo sonoros tintineos, Lawrence estudiaba ingeniería mecánica. Acabó teniendo malas notas en esa especialidad porque había conocido a un profesor búlgaro llamado John Vincent Atanasoff y a su estudiante graduado, Clifford Berry, que construían una máquina destinada a automatizar la resolución de algunas ecuaciones diferenciales extremadamente tediosas.

 

El problema principal de Lawrence era su vagancia. Había llegado a la conclusión de que todo era más simple si, como en el caso de la visión de rayos X de Superman, se limitaba a mirar más allá de las distracciones cosméticas y apreciaba el esqueleto matemático subyacente. Una vez que habías conseguido descubrir la matemática de una situación, ya lo sabías todo y la podías manejar para alegría de tu corazón simplemente con un lápiz y una servilleta. Había visto la matemática en la curva de barras plateadas del xilófono, en el arco catenario de un puente y en el tambor lleno de condensadores de la máquina computadora de Atanasoff y Berry.

 

Es más, darle al xilófono, construir el puente o intentar descubrir por qué la máquina computadora no funciona no le resultaban tareas interesantes.

 

Por tanto, recibió malas notas. Pero de vez en cuando, realizaba una proeza en la pizarra que dejaba a los profesores con las rodillas temblando y al resto de los estudiantes asombrados y hostiles. Pronto fue de dominio público.

 

Simultáneamente, su abuela Blanche hacía uso de sus amplias conexiones en el Congreso para beneficio de Lawrence, sin que éste lo supiese. Sus esfuerzos acabaron en triunfo cuando a Lawrence se le concedió un beca desconocida, dotada por un heredero del manipulado de avena en St. Paul, que tenía como propósito enviar a un congregaciónalista del Medio Oeste a una de las ocho universidades privadas de mayor prestigio de Nueva Inglaterra, la Ivy League, durante un a?o, lo que (evidentemente) se consideraba tiempo suficiente para elevar el CI esos pocos puntos totalmente imprescindibles pero no tanto como para corromperle. Así fue como Lawrence acabó en Princeton.

 

Princeton era una institución augusta y asistir a ella un gran honor, pero nadie le había mencionado ninguna de esas dos características a Lawrence, quien no tenía forma de saberlo. Eso tuvo sus buenas y sus malas consecuencias. Aceptó la beca con una falta de gratitud que enfureció al magnate de la avena. Por otra parte, se ajustó a Princeton con toda facilidad porque ?no era más que otro lugar?. Le recordaba los aspectos más bonitos de Virginia, y la ciudad tenía algunos espléndidos órganos, aunque no se sentía demasiado contento con los deberes sobre problemas del cálculo y dise?o de puentes y recorte de ruedas dentadas. Como siempre, en su mayoría se reducían a matemáticas, que podía tratar con facilidad. Pero de vez en cuando se veía en un callejón sin salida, lo que le llevaba a Fine Hall: el cuartel general del Departamento de Matemáticas.

 

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