El Código Enigma

Había un colorido grupo de personajes vagando por Fine Hall, muchos de ellos con acento británico o europeo. Hablando administrativamente, muchos de esos personajes no pertenecían ni de lejos al Departamento de Matemáticas sino a algo llamado IEA, que significaba Instituto de Estudios Avanzados de una u otra cosa. Pero todos se encontraban en el mismo edificio y todos sabían bastante de matemáticas, así que para Lawrence no existía la distinción.

 

Muchos de aquellos tipos fingían timidez cuando Lawrence les pedía consejo, pero otros estaban más que dispuestos a ayudarle. Por ejemplo: había descubierto un método para resolver un difícil problema sobre la forma de las ruedas dentadas que, tal y como lo resolvían habitualmente los ingenieros, hubiese exigido una serie de aproximaciones razonables pero estéticamente desagradables. La solución de Lawrence ofrecía resultados exactos. La única pega se encontraba en que un quintillón de operadores con reglas de cálculo precisarían de un quintillón de a?os para encontrar dicha solución. Lawrence trabajaba en una aproximación completamente diferente que, si daba frutos, reduciría esas cifras a un trillón y un trillón, respectivamente. Por desgracia, Lawrence fue incapaz de interesar a nadie de Fine Hall en algo tan prosaico como las ruedas dentadas, hasta forjar una súbita amistad con un británico lleno de energía, cuyo nombre olvidó con rapidez, pero que recientemente se había dedicado mucho a la fabricación literal de engranajes. Ese tipo intentaba construir, de entre todas las cosas de este mundo, una máquina calculadora mecánica… para ser exactos, una máquina para calcular ciertos valores de la Función Zeta de Riemann

 

 

 

 

 

donde 5 es un número complejo.

 

Lawrence no encontró esa función zeta ni más ni menos interesante que cualquier otro problema matemático hasta que su nuevo amigo le aseguró que era terriblemente importante, y que algunos de los mejores matemáticos del mundo la habían estado atacando durante décadas. Los dos acabaron despiertos hasta las tres de la ma?ana enfrascados en el problema de engranajes de Lawrence. Lawrence presentó con orgullo sus resultados al profesor de ingeniería, quien los rechazó con desprecio argumentado cuestiones de índole práctica, y le puso una mala nota para compensar el trabajo que se había tomado.

 

Al final Lawrence recordó, después de varios contactos más, que el nombre de ese británico amistoso era Al no sequé. Como Al era un ciclista apasionado, él y Al dieron bastantes paseos en bicicleta por la campi?a del Estado Jardín. Mientras pedaleaban por New Jersey hablaban de matemáticas, y especialmente de máquinas destinadas a eliminar los aspectos aburridos de las matemáticas.

 

Pero Al llevaba pensando en esas cosas mucho más tiempo que Lawrence, y había llegado a la conclusión de que las máquinas calculadoras eran mucho más que dispositivos para ahorrarse trabajo. Había estado trabajando en un tipo radicalmente diferente de mecanismo computacional que resolvería cualquier problema aritmético siempre que supieses como expresarlo. Desde un punto de vista puramente lógico ya había descubierto todo lo que era posible saber sobre esa (todavía hipotética) máquina, aunque aún le falta construir una. Lawrence comprendió que construir máquinas se consideraba poco digno en Cambridge (es decir, Inglaterra, donde ese Al tenía su base) o, ya puestos, en Fine Hall. Al estaba encantado de haber encontrado, en Lawrence, a alguien que no compartía ese punto de vista.

 

Con delicadeza, Al le preguntó un día si no le importaría demasiado llamarle por su nombre completo y correcto, que era Alan, y no Al. Lawrence pidió disculpas y dijo que intentaría recordarlo con todas sus fuerzas.

 

Un día, un par de semanas después, mientras estaban sentados junto a un riachuelo en los bosques del Delaware Water Gap, Alan le hizo a Lawrence una especie de propuesta descabellada que implicaba a los penes. La situación requirió gran cantidad de explicaciones metódicas, que Alan ofreció sonrojándose y tartamudeando. Fue siempre extremadamente correcto, y en varias ocasiones dejó bien claro que era enormemente consciente de que no todo el mundo estaba interesado en ese tipo de cosas.

 

Lawrence decidió que muy probablemente él era una de esas personas.

 

Alan pareció sentirse enormemente impresionado porque Lawrence se hubiese detenido siquiera a considerarlo y se disculpó por haber sacado el tema. Volvieron directamente a una discusión sobre máquinas calculadoras, y su amistad siguió sin variación. Pero en su siguiente paseo en bicicleta —una acampada nocturna en los Pine Barrens— se les unió otro tipo, un alemán llamado Rudy von algo.

 

Alan y Rudy parecían muy íntimos, o al menos parecían tener una relación con más niveles que la de Alan y Lawrence. éste llegó a la conclusión de que la idea de los penes de Alan había encontrado al fin un receptor.

 

Lawrence lo pensó un poco. Desde un punto de vista evolutivo, ?Cuál era el sentido de que hubiese gente sin inclinación hacia la reproducción? Debía haber alguna buena razón, y muy sutil.

 

Lo único que se le ocurría era que en ese momento eran los grupos de personas —sociedades— en lugar de las criaturas individuales los que intentaban reproducirse más que los demás y/o matar a los otros, y que, en una sociedad, había espacio de sobra para alguien que no tuviese hijos siempre que realizase una labor útil.

 

En todo caso, Alan, Rudy y Lawrence pedalearon hacia el sur en busca de los Pine Barrens. Después de un rato, las poblaciones se fueron espaciando mucho, y las granjas de caballos dieron paso a una espesura baja de árboles débiles y puntiagudos, que parecían extenderse hasta la mismísima Florida, bloqueando la vista, pero no el viento de cara.

 

—Me pregunto dónde estarán los Pine Barrens —dijo Lawrence un par de veces. Incluso se detuvo en una gasolinera para hacer esa misma pregunta. Sus acompa?antes empezaron a burlarse de él.

 

—?Dónde están los Pine Barrenss? —preguntó Rudy. mirando burlonamente a su alrededor.

 

—Deberías buscar algo con aspecto árido y numerosos pinos —comentó Alan.

 

No había más tráfico, por lo que se habían extendido sobre la carretera para pedalear con libertad, con Alan situado en medio.

 

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