Cuando no queden más estrellas que contar

—También podrías formarte como coreógrafa. Eres muy creativa y tienes un gran sentido artístico.

Medité sus sugerencias. No conocía otro mundo más allá de las puntas, las barras y los pasos de ballet. Convertirme en profesora me mantendría cerca de lo que consideraba un hogar, pero no estaba segura de tener tal vocación. Tampoco el carácter.

La coreografía era otra cosa, siempre me había fascinado esa parte. Crear de la nada toda una historia, transformarla en movimientos, gestos y expresiones... En emociones que hicieran sentir.

—Me lo pensaré, pero antes tengo que buscar un trabajo. Haga lo que haga, necesito dinero. Ahora mismo no podría pagar ni las tasas de la matrícula.

—Así me gusta, resuelta y sin lamentaciones. La mirada puesta en el futuro.

—Estoy hecha una mierda, Matías —le confesé—. Me siento dentro de una pesadilla de la que no sé cómo despertar.

Matías negó con la cabeza y suspiró al tiempo que se inclinaba y me besaba la sien.

—Lo sé. ?Cómo se lo ha tomado tu abuela?

—?Tú qué crees? —Puse los ojos bizcos y saqué la lengua—. Como si fuese su vida y no la mía la que se ha caído a pedazos. Dice que soy un fracaso como mi madre.

Matías se estremeció y sus ojos marrones se abrieron mucho. Resopló disgustado.

—Es una arpía sin corazón.

—No digas eso.

—Es la verdad.

—Sigue siendo mi abuela y ella no me abandonó. No sé, supongo que a su manera me quiere.

—Pues tiene un modo bastante extra?o de quererte.

Avanzamos en silencio, entre una multitud de personas que vivían sus vidas ajenas a las nuestras. Decenas y decenas de historias. De peque?os mundos, cada uno con sus problemas y alegrías. Esperanzas y decepciones.

—No eres un fracaso, así que no se te ocurra pensar que puede tener razón. Eres increíble, Maya. Lo has sido siempre —dijo él con una sonrisa llena de ternura.

Le devolví la mueca. Inspiré hondo y solté el aire con un suspiro entrecortado.

Pensé en mi madre. Una mujer a la que había visto una docena de veces en toda mi vida. Mi abuela no solía mencionarla. Sin embargo, cuando lo hacía, el dolor y el desprecio impregnaban su voz. También el rencor. El mismo resentimiento que había visto hacia mí esa ma?ana.

Cerré los ojos y traté de recordar un momento en el que hubiera visto a mi abuela realmente feliz. No encontré ninguno. Quizá, cuando superé la audición y me convertí en solista de la compa?ía. En ese instante, sus ojos me miraron con un brillo especial antes de pedirme entre dientes que no la decepcionara.





4




A los doce a?os.

—Otra vez.

Su voz era como un látigo sobre mi piel.

Tomé aliento y me dirigí al centro del aula. Era sábado y, después de estar toda la semana dando clases en el conservatorio, en el instituto y ensayando el ballet que íbamos a representar al finalizar el curso, solo deseaba tumbarme frente a la tele y no hacer nada más.

Me costaba respirar y me dolían los pies. Mi abuela puso de nuevo la música y se colocó frente a mí con el ce?o fruncido. Me miró de arriba abajo.

—Y el uno, y el dos, plié, passé... —Enumeró de nuevo los pasos y los hice—. Demi, demi, completa, port de bras y arriba. Segundo port de bras, atrás. Cuarto... ?Firmes los pies, Maya!

Asentí e hice lo que me pedía. Llené mis pulmones de aire y seguí moviéndome. Notaba los dedos apretados dentro de las zapatillas y los de las manos me hormigueaban. Ignoré el malestar. Tampoco pensé en mi columna vertebral estirándose y rotando hasta hacerme creer que podría separarse.

—Plié tendu, tres y cuatro. Développé croisé, plié en arabesque... ?Maya, usa la música, usa el tiempo! Hombro abajo.

Apreté los labios. Odiaba tanto que me gritara... No importaba si lo hacía bien o mal, su voz se alzaba hasta reverberar en las paredes y caía sobre mí como un rayo.

—Vamos, Maya, arriba, arriba... Extiende la pierna y jeté. —Al apoyar el pie se me dobló el tobillo y ella maldijo en ucraniano. Lo que significaba que comenzaba a cabrearse—. ?Maya!

Tenía los músculos tensos y me ardían. Aun así, volví a colocarme en posición y repetí los pasos. Vi cómo asentía de forma imperceptible, mientras se movía a mi alrededor sin dejar de analizar mis movimientos.

—No mires al suelo, ni?a. Atrás, atrás, arabesque... Pas de bourrée, cinco y arriba hasta el passé...

Continué esforzándome durante otra media hora. Me tenía que concentrar mucho para bailar con la cabeza porque, en cuanto me dejaba llevar solo un poco, era mi corazón el que tomaba el control. Lo que me costaba algún error que ella siempre notaba. Odiaba bailar pensando en que lo hacía: no era divertido.

Al principio, durante los primeros a?os, ese era el motivo por el que me gustaba el ballet. Era un juego que, además, se me daba muy bien. Aprendía los pasos y las coreografías con rapidez y luego solo tenía que danzar y sentir la música. Saltar, girar y volar. No pensar en nada y aletear como una mariposa.

Poco a poco, conforme progresaba, mi abuela convirtió mi pasatiempo preferido en una competición y dejó de ser divertido. Aún me gustaba, pero de otro modo. No era lo que sentía al bailar lo que me motivaba, sino ese mínimo gesto de reconocimiento que ella me dedicaba cada vez que me superaba a mí misma y a las demás. La necesidad de aprobación que me estrujaba el estómago y me escocía en los ojos.

—Bien... arabesque, pirueta y final con cuarta posición.

Me quedé inmóvil, con la barbilla alta y el pecho subiendo y bajando muy deprisa en busca de aire. La miré a los ojos, esperando una reacción. Lo había hecho bien, mejor que bien, y estaba segura de ello. Solo tenía doce a?os, pero mi nivel ya era bastante avanzado.

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