Cuando no queden más estrellas que contar

Yo solté de golpe todo el aire que estaba conteniendo.

—Pero no de forma profesional como hasta ahora, lo siento —apuntó él en un tono compasivo. El suelo se abrió bajo mis pies y noté que mis ojos se llenaban de lágrimas. Me sostuvo la mirada mientras ignoraba la batería de preguntas que mi abuela estaba soltando casi sin respirar—. Maya, tus análisis siguen mostrando las enzimas CK muy altas, eso significa que el da?o muscular es permanente. El resto de pruebas lo confirman. Tu pierna no soportará un a?o más de ballet profesional, puede que ni siquiera medio. Ya tenías lesiones anteriores al accidente: bursitis, tendinitis, debilidad ósea... —Hizo una pausa y se inclinó hacia delante, buscando toda mi atención—. Solo tienes veintidós a?os, te queda mucha vida por vivir, ?quieres hacerlo con un bastón en el mejor de los casos o en una silla de ruedas para siempre?

Negué con la cabeza. Nadie quiere pasarse su vida en una silla de ruedas, pero...

—?Y no hay nada más que pueda hacer? —pregunté casi sin voz.

El doctor Sanz apoyó la espalda en su sillón y entrelazó las manos sobre la mesa.

—Maya, no eres la primera bailarina a la que trato, y he visto de primera mano lo que esta disciplina le hace a un cuerpo. Con tu pierna en esas condiciones, habrá más lesiones que irán empeorando. Si regresas al ballet profesional, perderás mucho más que tu carrera.





3




Mi abuela no dejó de maldecir mientras regresábamos a casa en su coche. Durante cuarenta minutos tuve que oír lo decepcionada y dolida que se sentía. Defraudada de un modo que jamás lograría compensarle, tras haber sacrificado tantos a?os por mí.

Me relató por enésima vez todo lo que había hecho por mi futuro, desde que empezó a darme clases cuando yo solo era una ni?a muy peque?a. Me había dedicado su tiempo para formarme en su academia de baile y, a?os más tarde, cuando entré en el Real Conservatorio de Danza Mariemma, continuó guiándome desde la sombra. Controlaba mi tiempo, mis estudios, lo que dormía, lo que comía, cómo vestía y hasta con quién me relacionaba.

Crecí bajo sus alas, con la mirada puesta en una meta que ella también había decidido por mí. Debía convertirme en primera figura de la Compa?ía Nacional de Danza. Ni más ni menos. Tenía que ser ese puesto en concreto y nunca cedió, ni cuando otras compa?ías se interesaron por mí.

Con el tiempo descubrí que su obsesión ocultaba un motivo personal. Lo averigüé por casualidad, cuando a Fiodora, una de mis profesoras en el conservatorio y más tarde repetidora en la compa?ía, se le escapó que Olga había sido rechazada durante a?os en todas las audiciones a las que se presentó. Ni siquiera llegó a formar parte del cuerpo de baile.

Acabó montando su propia escuela de ballet en el barrio de Delicias, donde fue a vivir con mi abuelo después de casarse, y allí formó a decenas de ni?as y ni?os para los distintos centros de danza y conservatorios. Sus angelitos, como a ella le gustaba llamarlos.

Accedimos al ascensor desde el garaje y ella continuaba con sus reproches. Dejé de escucharla cuando entramos en casa y vi a mi abuelo junto al balcón abierto. Carmen, la mujer que nos ayudaba a cuidarlo, se encontraba sentada a su lado y le leía el periódico. Se detuvo al vernos.

Mi abuelo ladeó la cabeza y su mirada perdida revoloteó por el salón al encuentro de nuestras voces. Hacía a?os que su visión se había ido deteriorando por culpa de la diabetes y ahora apenas percibía luces y sombras.

—?Qué ocurre? —preguntó.

—?Que qué ocurre? Se acabó, eso es lo que ocurre. Toda su carrera por la borda. El esfuerzo de tantos a?os, la dedicación y el dinero invertido en su educación. ?Todo a la basura! —gritó mi abuela.

La miré sin dar crédito. ?Dinero? Yo me había dejado los cuernos desde los dieciséis a?os para conseguir una beca tras otra. Durante los últimos seis a?os no había necesitado su ayuda; al contrario, colaboraba en casa todos los meses con el escaso sueldo que percibía de la compa?ía. Salario con el que ya no podía contar. Otro golpe que desmoronaba un poco más el castillo.

—?Maya? —me llamó mi abuelo. Alzó la mano y yo se la cogí. Me arrodillé a su lado y con la otra mano me palpó la mejilla—. ?Estás bien, cari?o?

—No la trates como si fuese una víctima. ?No ves que todo es culpa suya? Si me hubiera hecho caso como debía... ?Por el amor de Dios!, lo tenía al alcance de la mano. Unos meses más y lo habría logrado —rezongó ella con desprecio.

Apreté los pu?os y no pude contenerme.

—?A quién te refieres, a ti o a mí? ?Cuál de las dos lo habría conseguido?

Ella se quedó inmóvil y me fulminó con la mirada.

—?Cómo te atreves a insinuar algo así? Todo lo que he hecho ha sido por ti. Por tu potencial y talento. He sacrificado mi vida por ti, para darte la oportunidad de ser alguien, y lo estaba consiguiendo hasta que tú...

—Yo no hice nada —estallé al tiempo que me ponía de nuevo en pie. Mi abuelo me apretó la mano y susurró mi nombre para hacerme callar—. Un coche se saltó un semáforo y me pasó por encima. Deja de culparme.

—Las dos sabemos qué pasos te llevaron a ese momento. Solo tenías que hacer las cosas bien y seguir mis consejos, pero no... Tú no podías conformarte con la vida que tenías aquí. Preferías marcharte y ser una mediocre más en medio de la nada antes que convertirte en la prima ballerina assoluta. Bien, pues aquí tienes tu premio. ?Eres un fracaso, al igual que tu madre!

Los ojos se me llenaron de lágrimas. No era justo que me tratara de ese modo. Aunque, ?de qué me sorprendía? Ella había sido siempre así, agotadora, inconstante en su carácter y poco razonable. Vivir con ella era extenuante. Nunca tenía suficiente.

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