Cuando no queden más estrellas que contar

Carmen me lanzó una mirada apenada desde la mesa, mientras ayudaba a comer a mi abuelo, y yo le sonreí para que no se preocupara por mí. Regresé a mi cuarto con un vacío inmenso que parecía colarse por todas partes. Encendí el móvil y de golpe entraron un montón de notificaciones.

Me sorprendió encontrar un par de mensajes de Sofía, pero los borré sin molestarme en leerlos. Tarde para la sororidad.

Un número desconocido me había escrito una decena de veces. Abrí la conversación y un sabor amargo se pegó a mi lengua. Era Antoine. Lo borré todo y bloqueé el número.

Vi un par de llamadas perdidas de Natalia y se me aceleró el corazón. Le envié un mensaje, preguntándole si podíamos vernos esa misma tarde. Me respondió que sí y quedamos a las seis en las instalaciones de la compa?ía. Debía hablar con ella lo antes posible y explicarle que esa recuperación que ambas habíamos estado esperando no se iba a producir. No más proyectos. No más planes. Al menos, no conmigo.

Me tumbé en la cama, me puse los auriculares y abrí Spotify. Cerré los ojos. Empezó a sonar una canción, luego otra, y dejé que me llenasen. Me perdí en las notas, en la melodía, y, sin darme cuenta, acabé poniéndome en pie al ritmo de la música.

Sin ser consciente de mí misma.

Sin preocuparme de cómo me movía.

Solo me dejé llevar y volé. Subí muy alto y continué ascendiendo mientras mis brazos se agitaban y mi cuerpo se contorsionaba. Mi corazón se sacudía y mis pulmones se contraían.

Sentí el sabor salado de las lágrimas.

Giré sobre las puntas de mis pies.

Una vez más.

Y otra.

Quizá, si las deseaba con más fuerza, aparecerían.

Apreté los párpados y mis movimientos se convirtieron en una danza rabiosa.

Y, durante un segundo, casi las noté bajo la piel, abriéndose paso en mi espalda.

Casi.

Mis alas invisibles.

Las que me sacarían de allí y me harían libre.

Como la hicieron a ella.

Y yo deseaba tanto la libertad...





7




A los cuatro a?os.

Entré en la academia de la mano de mi abuelo, que me había recogido en el colegio. Me dio un beso en la cabeza y volvió a salir para hacer unos recados. Yo seguí el sonido de la música hasta el aula y entré sin hacer ruido. Mi abuela solía enfadarse mucho cuando interrumpían sus clases.

Me senté en el suelo, con la espalda pegada al espejo, y observé a mi madre con una sonrisa.

—Otra vez, Daria —le indicó mi abuela mientras se movía a su alrededor—. Pirouette en dedans, attitude derrière... Pirouette en posición attitude y arabesque. ?No dobles la rodilla! Bien, développé en posición écarté devant, attitude derrière... Grand allegro..., jeté, jeté y grand jeté.

Al tocar el suelo, mi madre trastabilló hacia delante.

—Lo siento —se apresuró a disculparse.

—Por Dios, pareces una principiante. ?Concéntrate!

—Llevo horas aquí, estoy cansada.

—Pronto serán las audiciones; no puedes aflojar ahora —replicó mi abuela con severidad.

Vi como mi madre apretaba los párpados muy fuerte y su pecho se llenaba con una brusca inspiración. No sé por qué, pero sentí ganas de llorar. La observé. Siempre parecía tan triste, rodeada por un halo de desolación que apagaba su mirada.

La voz de mi abuela resonó entre los espejos y me sobresaltó. Dijo algo en ucraniano, apagó la música y salió del aula a toda prisa. Yo no me moví. Solo podía mirar a mamá. Se acercó a la ventana y apoyó las manos en el cristal. Permaneció allí un largo instante, temblando, hasta que poco a poco comenzó a mecerse.

Unos tenues rayos de sol dibujaban extra?os reflejos en el suelo e iluminaban sus pies.

Se alzó sobre las puntas. Unos compases inaudibles guiaban sus manos, sus brazos y sus piernas. Giraba y saltaba en el aire, para descender con la elegancia de una pluma. La música sonaba dentro de ella y yo no podía dejar de mirarla.

Mi madre era muy guapa. Tenía el pelo rubio y unos ojos grises que siempre se llenaban de lágrimas cuando me observaban. Quizá por ese motivo no solía mirarme a menudo y prefería contemplar el suelo.

Un peso se instaló en mi pecho. Sus emociones llegaban hasta mí, pero no las entendía. Solo las sentía. Nunca la había visto bailar de ese modo y era tan bonito. Tan aterrador.

—?Por qué bailas así, mami?

—No bailo, Maya.

—?Y qué haces?

—Vuelo. ?No lo ves? Estoy volando.

Dio otro salto y agitó los brazos como si fuese un elegante cisne.

—Pero tú no tienes alas, mami.

—Sí que las tengo, pero son invisibles; por eso no puedes verlas.

Sonreí y comencé a imitarla. Di saltitos y coloqué las manos como me había ense?ado la abuela.

—Yo también quiero, mami. ?Puedo tener unas alas invisibles como las tuyas?

—Claro, Maya. Algún día descubrirás las tuyas y volarás muy lejos.

—?Adónde?

—Adonde tú quieras, porque lo de menos es el lugar. Lo importante es que serás libre.

Me tomó de las manos y me hizo girar. Vi lágrimas en sus ojos y cómo su sonrisa se hacía mucho más amplia. Me alzó en el aire y yo reí.

—?Libre! —grité.

—Libre —repitió ella. Me abrazó y continuó girando conmigo entre sus brazos—. Lo siento, Maya. Lo siento mucho.

—?Qué sientes, mami?

—No ser más fuerte.

No entendí qué quería decir. Para mí era muy fuerte y en ese momento hacía que yo volara muy alto sin tener alas. Me miró a los ojos como nunca antes lo había hecho, y no apartó la mirada durante mucho tiempo. Después, me dio un beso y me dejó en el suelo.

Esa misma noche se marchó sin despedirse.

Sin decir adónde.

Solo se fue.





8




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