Cuando no queden más estrellas que contar

Abrí los ojos y miré las manecillas del reloj. Un minuto menos para acabar con la agonía.

Tragué saliva e hice una mueca de dolor cuando su dedo trató de abrirse camino en mi interior. Intenté relajarme, pero era incapaz de sentir nada.

—Tengo que irme —susurré.

Antoine gru?ó junto a mi cuello y me dio un mordisquito en el hombro.

—Oh, vamos, mira cómo me tienes.

Empujó una vez más contra mí y comencé a impacientarme.

—Llego tarde.

—Uno rapidito —forzó su acento francés, como si esa entonación fuese un afrodisíaco irresistible.

A mí me molestó.

Me zafé de él y me levanté de la cama. Mis ojos volaron de nuevo al reloj y una punzada de ansiedad me encogió el estómago. Agarré mi vestido de la silla. Desde la cama, Antoine resopló malhumorado y se tumbó de espaldas sin apartar los ojos de mí.

—?En serio? Joder, Maya. Ya nunca lo hacemos y yo... Yo tengo necesidades.

Me pasé el vestido por la cabeza y fulminé a Antoine con la mirada.

—?Nunca? ?Y lo de ayer qué fue?

—Montárselo en un ba?o con la ropa puesta no cuenta.

Puse los ojos en blanco y me senté para atarme las zapatillas. Durante un segundo, contemplé las cicatrices que tenía en la pierna. Empezaban a aclararse y parecían más lisas al tacto. No estaba segura, porque aún evitaba tocarlas directamente con la mano. Me puse de pie y cogí mi móvil de la mesita.

—?Te marchas de verdad? —me preguntó, como si ver que me dirigía a la puerta no fuese suficiente.

—No puedo quedarme, ?vale? Tengo cita con el traumatólogo en menos de una hora.

Sus ojos se abrieron como platos y se levantó de un bote. No pude evitar recorrer su cuerpo desnudo con la mirada. Toda una vida dedicada al ballet lo había transformado en una escultura viviente de proporciones perfectas. Y tampoco sentí nada.

—?Es hoy? —inquirió sorprendido. Asentí y un nudo de pánico me cerró la garganta—. ?Mierda, lo siento! Lo había olvidado por completo.

—No pasa nada.

—?Quieres que te acompa?e?

—No hace falta. Casi... prefiero ir sola.

Vi el alivio en su mirada, y eso sí que lo sentí, un peque?o mordisco bajo la piel que me hizo apretar los dientes. Vino hacia mí y me rodeó con sus brazos mientras me besaba en la frente.

—Todo irá bien, ya lo verás. Volverás a bailar y serás primera figura. Ambos lo seremos y recorreremos el mundo. Danzaremos en los grandes teatros. Hablarán de nosotros como lo hacían de Fonteyn y Nureyev. En el escenario somos una pasada, Maya.

Me tomó por la barbilla y me hizo mirarlo a los ojos. Eran de un verde tan brillante que costaba creer que fuesen de verdad. Le dediqué una leve sonrisa. Era cierto, en el escenario nos compenetrábamos hasta convertirnos en uno solo. Funcionábamos como una única mente y confiábamos el uno en el otro. Nunca temí que me dejara caer.

Ojalá todo hubiese sido igual de perfecto en nuestra relación personal.

—Luego te cuento —dije.

—Envíame un mensaje. Hoy tengo clase y después ensayo, acabaré tarde.

—Vale.

Le di un beso fugaz en los labios y salí del cuarto. Entré en el ba?o casi a la carrera. Tras asearme un poco, me tomé un momento frente al espejo. Observé mis ojos, tan oscuros que costaba distinguir las pupilas en su interior. El arco de mis cejas y el cabello casta?o, repleto de enredos que no había logrado deshacer, enmarcándome la cara.

Me incliné hacia delante y me miré más de cerca. Mi aspecto era tan distinto al del resto de mi familia. Mi abuela, mis tíos, mis primos, mi madre..., todos ellos eran rubios y tenían los ojos claros. Sus facciones eran un reflejo de la sangre ucraniana de mi abuela que corría por nuestras venas. En la estirpe espa?ola de mi abuelo también predominaban la tez clara y el pelo pajizo.

Yo era la excepción. Y siempre que reparaba en todas esas diferencias, no podía dejar de pensar que en alguna otra parte eran similitudes. Rasgos que recordaban a otra persona. A él. Fuese quien fuese.

Salí del ba?o.

Mientras recorría el pasillo, me llegaron voces desde el salón. Encontré a Matías y a Rodrigo desayunando en la mesa. Ambos formaban parte del cuerpo de baile de la compa?ía y compartían piso con Antoine. Es curioso lo peque?o y hermético que es el mundo del ballet. Siempre lo he comparado con un minúsculo ejército al que sirves y dedicas todos tus esfuerzos. Trabajas dieciséis horas diarias, seis días a la semana. Duermes por el ballet. Comes por el ballet. Respiras por él.

Quizá por ello, los bailarines apenas nos relacionamos con otras personas fuera de nuestro universo de mallas y puntas. Entre nosotros nos entendemos, nos comprendemos. Convivimos la mayor parte del tiempo, ya sea entrenando, ensayando o durante las giras.

—?Buenos días! —saludé.

—Buenos días —dijo Matías.

Rodrigo se puso de pie y acercó una silla a la mesa.

—?Te apetece un café?

—No, gracias. Lo último que necesito hoy es un chute de cafeína.

Miré a mi alrededor, buscando mi bolso, y lo localicé sobre el sofá. Después me acerqué a la mesa y tomé la manzana que Matías me ofrecía. Siempre tan atento. Le di las gracias con una sonrisa y un besito en los labios.

—Hoy es el gran día —me dijo.

—O el peor de todos —respondí.

—No pienses eso, Maya. Seguro que irá bien.

Lo miré a los ojos. Matías era mi mejor amigo, el único al que podía contárselo todo y no sentir que me juzgaba. Con el que compartir mis preocupaciones y la sensación de soledad inherente al espíritu competitivo de esta disciplina. Al que podía mostrarle mis lágrimas y cada carencia impresa en mis huesos y en el corazón.

—Es lo único que sé hacer bien, no puedo perderlo.

—Y no lo perderás. Como mucho, puede que Natalia te coloque en el cuerpo de baile hasta que recuperes el ritmo y te sientas segura. Después volverá a promocionarte para bailarina principal.

—?Lo crees de verdad?

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