Cuando no queden más estrellas que contar

—Claro, desde que entró como directora de la compa?ía, hizo todo lo posible para que formaras parte del elenco. Te seguía la pista desde el conservatorio.

Asentí con el deseo crudo y feroz de que tuviera razón.

Empecé a bailar a los cuatro a?os y no había hecho otra cosa desde entonces. Incluso había sacrificado otros estudios para dedicarme en exclusiva al ballet. Escalando día a día una cima para la que todos me creían predestinada. Tenía lo necesario para lograrlo. Y aunque el fantasma de una lesión es algo que siempre nos persigue a todos los que formamos parte de este mundo, nunca pensé que a mí me ocurriría, y menos de un modo tan absurdo.





2




Me despedí de Matías y Rodrigo, y abandoné el piso.

Con el estómago revuelto, me obligué a comerme la manzana mientras bajaba los tres tramos de escaleras hasta la calle. Fuera, el sol brillaba en un cielo despejado. Solo eran las nueve de la ma?ana, pero ya empezaba a notarse el calor. El verano irrumpía con fuerza en Madrid y junio avanzaba con unas temperaturas demasiado altas para esas fechas.

Caminé mientras me ponía los auriculares y escogía al azar una lista de música en mi teléfono. Llegué a Lavapiés y bajé las escaleras hasta la estación de metro para dirigirme al hospital 12 de Octubre. Treinta minutos después, cruzaba la puerta principal del Centro de Actividades Ambulatorias y me encaminaba al bloque D con un nudo en la boca del estómago.

Saqué el tique con el horario de mi cita y fui a la sala de espera.

Frené en seco al verla sentada frente a la puerta de la consulta, de espaldas a mí. Tan recta. Tal altiva. Llevaba el cabello rubio recogido en un mo?o perfecto, ni muy apretado ni muy suelto, en el que no había un solo pelo fuera de su lugar. Unas gafas de sol le cubrían gran parte de la cara, pero yo sabía que bajo esos cristales oscuros había unos ojos verdes y fríos maquillados con tanta pulcritud como sus labios rojos.

Olga Yarovenka, mi abuela. La mujer que me había criado desde que mi madre me abandonó cuando yo solo tenía cuatro a?os, porque lo de cuidar de su propia hija le venía grande.

Se puso en pie nada más verme.

—Llegas tarde —me espetó.

—?Qué haces aquí?

—Anoche no fuiste a dormir.

—Salí con Antoine, se hizo tarde y me quedé en su casa.

—Ya veo lo mucho que te preocupa esta cita. Tu vida pende de un hilo y te dedicas a salir con ese ga?án que se cree el nuevo Serguéi Polunin.

Su tono de desprecio me espoleó como un latigazo.

—?Cómo puedes decir que no me preocupa? Quiero más que nadie seguir bailando.

—Y no habrías dejado de hacerlo si me hubieras hecho caso. Pero crees que sabes mejor que yo lo que te conviene, y mira dónde has acabado.

—Fue un accidente fortuito, nunca ha tenido nada que ver con mis decisiones.

Abrió la boca para replicar, pero la voz de la enfermera la interrumpió.

—?Maya Rivet Yarovenka?

—Nosotras —respondió mi abuela.

—?No han visto el número en la pantalla?

—Perdone, nos hemos distraído —intervine.

La enfermera nos indicó que entráramos en la consulta y mi abuela pasó primero.

Por un momento, pensé en pedirle que saliera y esperara fuera. Después de todo, yo era una persona adulta que podía exigir privacidad. No tuve el valor y las palabras murieron en mi boca. Mi abuela no era una persona a la que contradecir y enfrentarse, podía doblegarte con una sola mirada. Yo lo sabía por propia experiencia. Había vivido bajo su mano de hierro toda mi vida.

—Doctor Sanz, me alegro de volver a verlo —saludó ella.

—Lo mismo digo, se?ora Yarovenka —respondió mi traumatólogo desde su mesa.

—Llámeme Olga, por favor. No soy tan mayor.

él asintió y nos dedicó una sonrisa.

—Sentaos, por favor.

—Gracias.

Con un gesto de concentración, el doctor Sanz se puso a teclear en su ordenador. Su mirada se deslizaba por la pantalla, al tiempo que unas arruguitas aparecían y desaparecían en su frente. Tras unos segundos, sus ojos amables se posaron en mí.

—Bueno, Maya, ?qué tal estás?

—Bien.

—?Sigues con la rehabilitación?

—Acude puntual a todas las sesiones —respondió mi abuela.

El doctor Sanz asintió sin apartar sus ojos de mí.

—?Dolores, calambres, inflamación...?

—Nada de nada, se encuentra perfecta —volvió a contestar ella por mí.

Yo asentí en respuesta, aunque no era cierto. Tenía molestias en la rodilla y el tobillo solía dolerme a menudo cuando forzaba la pierna más de la cuenta. Sin embargo, no iba a confesarlo. El dolor ya forma parte del ballet sin necesidad de una lesión. Te acostumbras a él y se convierte en un elemento más de tu día a día. Además, yo quería volver a bailar y no iba a poner en riesgo esa posibilidad por algo que podía controlar con analgésicos y antiinflamatorios.

—Eso está bien —dijo él.

Miró de nuevo la pantalla del ordenador y comenzó a clicar con el ratón. Desde mi posición pude ver cómo abría radiografías, analíticas y otras pruebas que me habían hecho unos días antes. Tragué saliva, cada vez más nerviosa, y empecé a tirar de un pellejito que tenía en el dedo.

—?Podrá volver a bailar? —preguntó mi abuela de repente.

Su voz sonó como un azote y mis tripas se encogieron.

Miré al médico y contuve el aliento mientras él alzaba las cejas.

—Sí, claro que podrá...

—?Gracias a Dios! —exclamó ella.

María Martínez's books