Cada hombre es una raza

Agarró la bota y la alejó lejos. Sucedió entonces algo extra?o: lanzada al aire adquirió capacidad volátil. La cosa revoloteaba con veloces remolinos. ?El tío Gueguê había desafiado a los espíritus de la guerra?

 

Esa noche, no sé si como resultado del enojo, yo tiritanteaba en la oscuridad. La fiebre me sofocaba el cuerpo, abrasándome el pecho. So?aba con los ojos abiertos. Más que abiertos: encendidos. So?aba con mi madre, sé que era ella, aunque nunca la llegué a ver. Pero era ella, no hay dulzura semejante. Me tomó los brazos y me llamó: hijo, mi hijo. Sentí escalofrío, aquellas palabras nunca antes se habían posado en mi alma. ?Qué quería? Nada, sólo venía a pedirme bondad. Que no le diese la espalda al corazón. Mi comportamiento sería su recompensa. Madre, la llamé, madre, sáqueme de aquí. Pero ella no me escuchaba, parecía que mis palabras se caían antes de tocarla. Ella seguía con sus consejos, insistiendo en el valor de la bondad. Madre, tengo mucho frío, lléveme a su lado. Entonces ella me ofreció el cari?o en el hueco de sus manos. En aquel instante, como por arte de encantamiento, yo dejaba de ser huérfano.

 

De repente, un ruido me devolvió a mi cuerpo. Era el tío Gueguê. Sus manos estaban sobre las mías, ahí abandonadas. Aquel respaldo era su tratamiento, el remedio más grande que él conocía: atraía recuerdos más remotos que mi propio nacimiento.

 

—Tío, ?no estaba mi madre aquí?

 

—Cállate, bebe esta agua.

 

Aquella ilusión hizo que me diera más fiebre: me faltaba aquella presencia, sufría yo la tardanza de una nueva aparición. Mientras yo bebía, sentía que el sudor me escurría por dentro, que mi sangre se volvía agua. En ese río interior me ahogué, se extraviaron mis sentidos. Al final de todo, en la frontera de la luz, había un pero, una nada sin fin: mi madre. ?Por qué motivo ella había surgido de mis fiebres? ?Y qué aviso era ese contra la maldad?

 

A la ma?ana siguiente, desperté lejos de la víspera. Miré el azul alrededor. El tío Gueguê hasta tenía razón: existía un ma?ana. Allí estaba, con el sol estrenando color y belleza. Quise compartir el sentimiento pero Gueguê ya se había ido. Así, sólo yo me festejé. Había vencido a la enfermedad, había regresado después de visitar los infiernos. Miré el cielo, buscando a Dios. Pero mis ojos no llegaban tan lejos. Resonaban las palabras de mi madre, como si ella revelase lo divino. ?Cómo pudo suceder esa voz? Ella era nadie, sólo podía usar silencios.

 

Dejé el asunto. Quien me encendió la pregunta habría de darme la respuesta. Salí por el atajo dando tropezones. ?Adónde iba, con los pasos tan débiles? Sería mejor quedarme cuidando mis fuerzas. Pero había un motivo secreto que me empujaba hacia el camino. Sin rumbo alguno, yo acabé a la mafurreira, ? lugar en donde había dejado la bota. Pero ésta ya no dormía allí. Un viandante me explicó: pasó por aquí un tío, junto con el camarada secretario. Tuvieron una peque?a reunión, discutieron la temática de la bota. El secretario se pronunció: esta bota es demasiado histórica, no puede tener como destino la basura. Gueguê estuvo de acuerdo, no se podía tirar tama?a herencia. Pero el camarada secretario corrigió:

 

—No se enga?e, Gueguê: es necesario tirar esta porquería.

 

—?Tirarla? Pero ?no es muy histórica la bota?

 

Por eso mismo, contestó el secretario. Pero no podemos llamar la atención pública. Cuanto menos entendía, más razón le daba Gueguê.

 

—Claro, claro.

 

—?Sabe qué es lo que haremos, Gueguê?

 

—?Qué, camarada jefe?

 

—Vamos a ahogar esta bota en los pantanos.

 

Y se fueron. El viandante no supo más de los dos. Volví a casa para esperar a Gueguê. Llegó la noche y él sin regresar. Me afligí: ?había ocurrido algo? ?Se habrían llevado a mi tío, el que había dado sombra a mi vida? El nunca dio golpe, ?lo habían trasladado a Nyassa, en la campa?a contra los improductivos?

 

En la angustia de la demora, yo me daba ánimos. Al fin y al cabo, aquel hombre me era ya muy paternal. Y yo con él me sentía como un hijo, como si fuera verdad que hubiera salido de su cuerpo. Así pensaba cuando lo vi llegar. Como de costumbre, rodeó la casa. Comentaba el porqué: el escarabajo da dos vueltas antes entrar en su agujero. Cuando se aproximó a la luz, vi la sorpresa: en su brazo llevaba un brazal rojo, en el que se leía con letras negras: G.V.

 

—Grupo de Vigilancia, sí, Se?or. Ahora también lo soy.

 

Mi tío, ?vigilante? No era posible. Un vigilado, querrá decir. Porque, con justicia, él únicamente merecía desconfianza. Su sustento era digno de gran sospecha. Yo no le preguntaba nada para que no se empa?ase mi sentimiento de hijo. Prefería no saber. Pero ?ahora él desempe?a el servicio de vigilancia popular? Sin duda estaría sólo a prueba. Sin embargo, él lo confirmó: era uno de ellos. Con el pa?o rojo sobre la camisa andrajosa, mi tío daba órdenes:

 

—Shote-kulia, shote-kulia.?

 

Y viendo como llenaba la vanidad su flacura, marchando a nobles tropzones, redoblé la risa. El reaccionó serio:

 

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