Cada hombre es una raza

—Los tipos van a entrar en pánico.

 

Con el arma, me hice ducho en maldades. Asaltaba corrales, vaciaba comedores. Cuando no robaba, enmascarado, era un agregado de la milicia. Era a la vez, por turnos, policía y ladrón. Para tal efecto, el tío me colocaba el brazal rojo. Así, ya podía yo esparcir castigos. Me agradaba muchísimo controlar la carretera. Sacar las gallinas de los cestos, exigir las guías de expedición, desamarrar los cabritos. Y poner pegas a los documentos.

 

—?Esa foto es tuya?

 

—Claro que sí, por favor.

 

—Pero es que está muy clara.

 

—No es mi culpa, el fotógrafo me la tomó así.

 

Yo gozaba con aquellos tartamudeos. Enredaba las cosas:

 

—?No me dirá que tiene vergüenza de su raza?

 

Al final, decretaba sanciones: acarrear piedras, cavar fosas, limpiar terrenos. Poco a poco por obra mía y de Gueguê, había nacido una guerra. Allí ya nadie era due?o de largas circunstancias. Casa, coche, propiedades: todo se había tornado demasiado mortal. Tan pronto había, tan pronto ardía. Entre los más viejos ya se había esparcido la a?oranza del pasado.

 

—Valía más la pena...

 

Y todos suspiraban: si hubiera al menos una ley. No importa cuál, con tal de que atendiese a la persona en sus humanos anhelos. Algunos se amargaban haciendo balance de sus sacrificios:

 

—?Fue para eso para lo que luchamos?

 

Hasta que, cierta tarde, surgió un aviso para mí. Fue una se?al, breve pero dictada letra por letra. Yo venía por el sendero de los pantanos. Por ahí, un grupo de hombres pescaba el ndoé.? Siempre me ha gustado ayudar en ese trabajo, es la única pesca que se hace en la tierra y no en el mar, los hombres traen lanzas y las clavan en el suelo, en busca de los hoyos donde vive el pez ndoé durante la seca. Es bonito verlo: de repente, salta el pez, color plata, al oscuro fango. El ndoé es un animal acuático que sale al aire, respirando fuera y dentro.

 

En aquel momento, no obstante, yo sentía un apretón en le pecho. Me senté. Era como si la muerte hablara dentro de mí, con sus chiflidos sordos. Los hombres habían atrapado un pez. El animal se contorsionaba, iluminado en los zigs, brillaba en los zags. Del ndoé no se puede esperar que se ahogue: es necesario cortarle la cabeza. Así lo hacía aquella gente, poniendo al pez sobre una piedra. Esta vez, todo aquello me huía de los ojos, la realidad no me daba hospedaje. Mientras la sangre se escurría en el lodo yo recibí la se?al. Ahí, en pleno fango: la bota militar. La misma que yo había rechazado, la misma que mi tío había tirado en los pantanos. Parecía escapar de su tama?o, casi fuera de sí. Sobre ella se derramaba la sangre, un rojo de bandera.

 

Los pescadores vieron la bota, la recogieron, la examinaron. Me miraron, se encogieron de hombros y la arrojaron. La bota vino a caer junto a mí, pesada y grave. Entonces la recogí y, en un charco de agua, la lavé por dentro y por fuera. La mimé como si fuera un ni?o. Un ni?o huérfano, como yo. Después, escogí una tierra que estuviera muy limpia y oficié un digno funeral. Mientras inventaba la ceremonia me llegaron los toques de la banda militar, el tremolar de mil banderas.

 

Era tarde ya cuando volví a casa. Yo quería contarle a Gueguê aquel entierro. No pude, nunca. El me empujaba, con su ansia cargada, apenas llegué:

 

—Dame mi parte, ?dónde está mi parte?

 

No entendí. Pero el hervía con todo el humor de su enojo, ya no hablaba ninguna lengua.

 

Me exigía. Revisó mis cosas, metió la mano en mi bolsa. No encontró lo que buscaba.

 

—Pero, tío, se lo juro, no hice nada.

 

El agarró su cabeza con ambas manos. Dudaba de sí, dudaba de mí. Repetía: un bribón no le toma el pelo a otro bribón. Viéndole así vencido, me decidí a darle consuelo. Mi corazón titubea cuando acaricié su hombro. Gueguê cedió, aceptó mi verdad. Entonces explicó: había en el barrio otros sucesos sanguinarios. Otros alborotadores aumentaban, soldados de nadie. En todos lados se propagaban los asaltos, conspirateos, animaldades. La muerte se había vuelto tan frecuente que sólo la vida causaba asombro. Para no ser notados, los sobrevivos imitaban los difuntos. Al carecer de víctimas, los bandoleros retiraban los cuerpos de las sepulturas para volverlos a matar.

 

—?No andarás con ellos, sobrino? ?No te habrás unido a esas bandas?

 

Lo negué. Pero ni la voz me salió. La garganta se me había anudado, tartamudeaba silencios. ?Cómo podría ser yo capaz de tanto crimen? Mi tío se quedó inmóvil, mirando mi respuesta. No me creía.

 

—Entonces, dime: ?qué enterrabas hoy allá en los pantanos?

 

—Enterraba la bota.

 

El se sorprendió: ?la bota? Si ella ya estaba hundida en el profundo olvido, ?qué veía yo en aquella bota?, ?qué diálogo tenía yo con ese trasto? Se quedó enumerando dudas, una, otra y otra más. Me pidió que prometiera olvidarme de aquella basura. Lo prometí.

 

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