Cada hombre es una raza

—Tío, quiero saber ahora: ?dónde queda la casa de Zabelani?

 

El titubeó, yo insistí. Era urgente recoger a aquella chica, salvarla de los bandidos. Puede que ya sea tarde, quién sabe, vacilaba Gueguê. Estos son peligros que rebasan tus fuerzas, sobrino.

 

—Tío, hágame el favor, dígame dónde.

 

El se iba por las ramas: aquel tiempo no era para contemplar amores. ?Cómo podía enamorarme de ella en un lugar tan mortífero?

 

—Tío, vamos a salvar a Zabelani.

 

En fin, él pareció darse por vencido. Maldecía ya mi insistencia, ?puede alguien advertirle a una lagartija que la piedra está caliente? Oye, sobrino, no tienes remedio. Si tu madre te viese.

 

—?Nunca más me hable de mi madre!

 

Gueguê se abismó. Yo había comenzado a odiar aquella ausencia. La sombra de mi madre me traía un peso insoportable. No se puede sufrir nostalgia de una persona que nunca existió, yo debía matar aquella ausencia. Ser nativo de mí mismo, asumir mi entera natalidad.

 

—Esa muchacha, tío. Esa muchacha, ahora, es mi única madre.

 

El tío se levantó, me dio la espalda. ?Escondía lágrimas? Respeté su retiro, no observé. El entró en la casa, trajo el arma. Agarró mi mano y puso en ella algunas balas.

 

—Esta vez te llevas las balas, las verdaderas.

 

Entonces, me dio el domicilio de Zabelani. Nos quedamos todavía un rato cogidos de la mano. Hallé extra?o a Gueguê, aquella gran emoción suya. Mi tío parecía despedirse.

 

Corrí por dolorosas arenas, sospechando que el tiempo ya se me había anticipado. De hecho, así fue. Los vecinos de Zabelani me contaron: a la chica ya se la habían llevado esa noche. Quemaron la casa, robaron las cosas de valor. ?Podían los bandidos, sólo por su iniciativa, haber hecho aquella canallada?

 

—Díganme, amigos míos: ?ustedes sospechan quién fue?

 

Alguien guió a esos bandidos, dijeron los presentes. No era desconfianza: vieron quién había sido. Era uno de esos milicianos. No había mostrado el hocico, pero debía de ser un amigo, un familiar. Porque Zabelani, al ver al sujeto, salió por su propia voluntad, con los brazos abiertos. Y, además, ?qué extra?o podría conocer el escondrijo de la chica? Eran ellos. Volví a casa con el alma a rastras. Mis pies se contenían como si pospusieran la orden de toda mi rabia. Pasé por el pantano, allá dónde dormía la bota, en su subterránea morada. Llegué a nuestro patio, ya había oscurecido. Dentro, brillaba un candil, mi tío no dormía. Me paré en la entrada, grité su nombre. El apareció en la puerta, arrastrando las zapatillas. El candil quedó atrás, él sólo tenía contornos. El resto era sombra, ni rostro se le veía. Mi tío desaparecía en su misma silueta, eso me ayudó a ganar fuerzas. Levanté el arma, apunté con la neblina de las lágrimas. Gueguê habló entonces. Sus palabras no obtuvieron traducción, tanto se nublaban mis sentidos.

 

—Dispara, hijo mío.

 

Mis ojos se apartaban de mí. Mi odio, al contrario, me instruía: aquél era el momento justo. En breves segundos, repasé toda mi vida. Gueguê acompa?ándome en el tiempo, almohada única de mis hondos desánimos. ?Algún pájaro desbarata su nido?

 

Pero mi tío, cada vez más firme y obstinado, me rogaba con una humildad que yo desconocía:

 

—Dispara, sobrino. Soy yo el que te lo pido.

 

El tiro me ensordeció. No oí, no vi. Si acerté, si corté el hilo de su vida, eso lo dudo todavía hoy. Porque en el momento, mis ojos se llenaron de mucha agua, toda la que me había faltado en anteriores tristezas. Y huí a la carrera para nunca más volver ahí.

 

Ahora pienso: no merece la pena conocer el destino de aquella bala. Porque fue dentro de mí dónde sucedió: yo volvía a nacer de mí mismo, renovaba mi antigua orfandad. A fin de cuentas, disparaba contra todo aquel tiempo, matando ese vientre donde, en nosotros, renacen las fallecidas sombras de este viejo mundo.

 

 

 

 

 

Rosalinda, la ninguna

 

 

 

Es necesario que comprendan:

 

nosotros no tenemos capacidad para acomodar a los muertos en el lugar de lo eterno.

 

Nuestros difuntos desconocen su condición definitiva: desobedientes, invaden nuestra vida cotidiana, se inmiscuyen en el territorio donde la vida debería dictar su exclusiva ley.

 

La consecuencia más seria de esta promiscuidad es que la propia muerte,

 

al no ser respetada por sus inquilinos, pierde la fascinación de la ausencia total.

 

La muerte deja de ser la más incurable y absoluta diferencia entre lo seres.

 

 

 

 

 

Mia Couto's books