Cada hombre es una raza

—Es ligera la espumita. El corazón no nota su paso.

 

Se consolaba, apuntaba como si prolongara su pensamiento. No había más que fingimiento en ese ahondar en sí mismo.

 

—?Había mucha gente en el entierro?

 

Mientras se desabrochaba los zapatos, mi tío le explicó la gran concurrencia, multitudes pisando los arriates, todos despidiendo al enfermero, pobre, también él se murió.

 

—Pero ?realmente se mató?

 

—Sí, el tipo se colgó. Cuando lo encontraron ya estaba tieso, parecía planchadito en la cuerda.

 

—Pero ?por qué razón se mató?

 

—No lo sé. Dicen que fue por causa de mujeres.

 

Se callaron los dos, sorbiendo los vasos. Lo que más les dolía no era el hecho sino la causa.

 

—?Morir así? Más vale fallecer

 

Mi viejo recibió los zapatos y los inspeccionó con desconfianza:

 

—?Esta tierra viene de allá?

 

—?A qué allá te refieres?

 

—Pregunto si viene del cementerio.

 

—Tal vez sí.

 

—Entonces vete a limpiarlos, no quiero polvo de los muertos aquí.

 

Mi tío bajo las escaleras y se sentó en el último escalón, a cepillar las suelas. Mientras tanto, contaba. La ceremonia transcurría, el cura recitaba las oraciones, confortando las almas. De repente, ?qué sucede? Aparece Rosa Caramela, vestida de riguroso luto.

 

—?Rosa ya salió de la prisión? —preguntó, atónito, mi padre.

 

Sí, ya había salido. En una inspección que hicieron en la cárcel, le dieron amnistía. Ella estaba loca, ése era su único crimen. Mi padre insistía sorprendido:

 

—Pero ?ella, en el cementerio?

 

El tío prosiguió su relato. Rosa, por debajo de sus espaldas, iba toda de negro. Como un cuervo, Juca. Fue entrando, con andares de enterradora, espiando las fosas. Parecía que quería escoger un hoyo para ella. En el cementerio, tú sabes, Juca, allí nadie se demora visitando tumbas. Pasamos deprisa. Solamente esa jorobada, la tipa...

 

—Cuéntame lo demás —cortó mi padre.

 

Prosiguió la narración: Rosa allí, en medio de todos, empezó a cantar. Con educado asombro, los presentes se fijaron en ella. El cura continuaba con la oración pero ya nadie lo oía. Fue entonces cuando la jorobada comenzó a desvestirse.

 

—Mentira, hermano.

 

Te lo juró por Cristo, Juca, que me caigan dos mil cuchillos encima. Se desvistió. Se fue quitando las prendas, más despacio que este calor que hace hoy. Nadie se reía, nadie tosía, nadie hacía nada. Ya desnuda, sin nada encima, se acercó a la tumba de Jawane. Alzó sus brazos, arrojó sus ropas a la sepultura. La multitud temió la visión, retrocedió unos pasos. Entonces Rosa rezó:

 

—Llévate estas ropas, Jawane, te van a haver falta. Porque tú vas a ser piedra, como los otros.

 

Mirando a los presentes, ella levantó la voz, parecía más grande que una criatura:

 

—Y ahora: ?lo puedo querer?

 

Los presentes retrocedieron, solo se oía la voz del polvo.

 

—?Eh? ?Puedo querer a este muerto! Ya no pertenece al tiempo. ?O a éste también me lo prohiben?

 

Mi padre dejó la silla, parecía casi ofendido.

 

—?Rosa habló así?

 

—Palabra.

 

Y el tío, inmediatamente, imitaba a la jorobada con su cuerpo oblicuo: ?y a éste, lo puedo amar? Pero mi viejo se negó a oir.

 

—Cállate, no quiero oir más.

 

Brusco, lanzó el vaso por los aires. Quería vaciar la espuma pero, por un error improcedente, se le escapó todo el vaso de la mano. Como si pidiera una disculpa, mi tío se puso a recoger los a?icos caídos de espaldas por el patio.

 

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