La bella de la bestia

—Claro que no —Thayer se puso de pie y fue a lavarse—. Nos espera una estupenda celebración.

Roger descansó su esbelto cuerpo sobre la cama deshecha.

—Tu papel como heredero pronto llegará a su fin.

—Sí, William no tardará en procrear un heredero, no me cabe duda. Ya ha probado muchas veces su destreza en ese arte.

—Parece que no te preocupa seguir siendo un caballero sin tierras o convertirte en caudillo de algún peque?o se?or feudal.

—Me preocupa un poco. Sólo un idiota pensaría que un hombre como William no acabará casándose tarde o temprano y no tendrá un heredero. Y debo reconocer que esas tareas le cuadran mejor a él que a mí. Sería difícil que yo pudiera afrontarlas como se debe.

—Menosprecias tu valía. Nunca he visto que te falte una mujer que caliente tu cama.

—Antes de calentarla, calibran el valor de mis monedas.

Thayer hizo caso omiso del chasquido de desaprobación de Roger, descontento con su tono amargo. Roger no lo veía con los mismos ojos codiciosos de esas mujeres.

Para él, Thayer era un valioso compa?ero de batallas, un amigo, prácticamente un hermano. A Roger no le parecía que aquellas ingentes cantidades de pelo rojo tuvieran nada de malo. A los ojos de un hombre, la mata de vello que le cubría el amplio pecho, el saludable bosque de rizos que brotaba alrededor de sus genitales y la pelambre que le cubría los antebrazos y las largas y musculosas piernas eran simples pruebas de masculinidad. Los hombres consideraban su enorme y robusta complexión como una característica digna de envidia. A cualquier hombre le gustaba sobrepasar a los demás por una cabeza, y pensaba que las damitas, al sentirse peque?as junto a él, debían sentir admiración, y no temor.

Roger tampoco veía nada malo en la cara de Thayer. Era un rostro de formas tan fuertes como su cuerpo. Quizá no notaba que los muchos a?os de dura vida, siempre espada en ristre, estaban empezando a convertir la falta de belleza de Thayer en abierta fealdad. Cuando Roger observó cómo los innumerables golpes le habían torcido ligeramente la muy angulosa nariz, se le vinieron a la mente las batallas en que su amigo había resultado herido. Thayer estaba orgulloso porque conservaba todos sus dientes, cosa difícil en un guerrero veterano; pero también sabía que su boca de labios finos estaba llena de cicatrices, recuerdos de mil cortes sufridos en otros tantos encuentros sangrientos. Lentamente, Thayer se pasó un dedo por la rugosa cicatriz que le marcaba uno de los pómulos. Roger tampoco veía nada de malo en ella, pues le recordaba una gloriosa batalla.

Trató de colocarse como pudo el pelo, que tenía una incontrolable tendencia a rizarse. Aunque Roger tuviera razón cuando decía que podría cautivar el corazón de una mujer, realmente daba igual, pues ni siquiera tenía un lugar al que llevarla. Si finalmente encontraba el amor, sería para sufrir más, pues al final la mujer sería entregada a otro hombre. Pocos nobles querían entregar su hija a un caballero sin tierras.

—Vamos, Roger, ayúdame con los ropajes, que tenemos que irnos pronto. Estoy ansioso por conocer a la mujer que William llama ?ángel?.

Gytha entró como un huracán en su habitación y dio un tremendo portazo. Se echó en la cama y soltó una catarata de maldiciones. De su boca delicada, tantas veces elogiada por sus pretendientes, empezaron a salir todos los virulentos insultos que conocía. Cuando se le acabaron los que se sabía, empezó a inventarse improperios nuevos. Y como le ocurría siempre que daba rienda suelta a su temperamento, acabó soltando uno que le hizo gracia. Mientras se reía suavemente, vio que la puerta de su habitación se abría. Sonrió a su prima Margaret cuando ésta asomó la cara con cautela.

—?Ya estás lista? —Margaret entró en la habitación lentamente y cerró con cuidado la puerta tras de sí.

—Sí, ya estoy preparada. Acabo de maldecir a todos y cada uno de los hombres del reino. Al terminar, pensé en lo que pasaría si esa maldición se volviese realidad —se rió de nuevo.

—A veces creo que deberías hacer una gran penitencia —sonriendo ligeramente, Margaret puso sobre la cama un elaborado vestido de novia—. Tu vestido para el matrimonio. Ya lo he terminado, veamos qué tal te queda.

Gytha se sentó en la cama y tocó delicadamente el vestido. Apreciaba su belleza, pero no la complacía verlo.

—Debes de ser la mejor costurera de toda la región. Bien podrías hacerle los vestidos a la reina —sonrió ligeramente al ver que su prima se sonrojaba.