La bella de la bestia

La bella de la bestia

Hannah Howell



Capítulo 1


Inglaterra, 1365

—?Muerto?

—Sí, muerto.

—Pero ?cómo?

—Se cayó del caballo y se rompió la nuca.

Gytha pesta?eó y se quedó muy cerca de su padre. No vio ninguna se?al de que estuviera mintiendo en su redondo e insulso rostro, que, sin embargo, sí parecía extra?amente incómodo. Creyó que sentiría dolor por la pérdida de su prometido, el apuesto y gallardo barón William Saitun, pero no fue así. Notó una punzada de angustia, y eso fue todo. En realidad, lo había visto poco. Pero lo que más la desconcertaba era que seguían adelante los preparativos de la boda. Si William había muerto, era de suponer que la boda estuviera cancelada. Un momento después su madre le reveló que estaba pensando lo mismo.

—Pero ?qué pasa con la boda? Los sirvientes han seguido preparando el banquete —la redonda figura de Berta temblaba más a medida que aumentaba su enfado.

—Los invitados están llegando. ?Digo que los hagan volver?

—No es necesario, Berta, cari?o.

—Papá, no puedo casarme con un hombre muerto.

—Por supuesto que no puedes, querida mía —John Raouille puso brevemente su enorme y callosa mano sobre la mano delicada de su hija.

—Entonces hay que detener los preparativos —Gytha frunció el ce?o. La inactividad de su padre la desconcertaba.

—Mi peque?a ni?a, el acuerdo al que llegué con mi buen amigo el barón Saitun, Dios bendiga su alma, fue que te casarías con el heredero de la Casa Saitun.

—Y ése era William.

—Sí, es cierto. Era, pero ahora, naturalmente, hay otros herederos. El que seguía a William era Thayer.

—Entonces, ?estás diciendo que ahora me voy a casar con Thayer? —no daba crédito a lo que parecía estar diciendo su padre.

—?Por Dios, no! Thayer murió en Francia.

Se le pasó por la cabeza que, o bien pesaba una maldición sobre los Saitun, o era ella la que estaba maldita.

—Entonces, ?me voy a casar o no, papá?

—Sí, sí vas a hacerlo. El tercer heredero es Robert. Con él es con quien te vas a casar ma?ana. Creo que ya conoces a ese hombre.

Muchos eran los que admiraban la memoria de Gytha. Era rápida y muy exacta, y guardaba clara y precisamente los detalles más peque?os. Recordó, y la imagen que se le vino a la cabeza no le produjo alegría alguna. Si no hubiera sido bendecida con una memoria tan prodigiosa, Robert Saitun no habría permanecido en su recuerdo más que unos segundos. Aquel hombre había estado toda la vida a la sombra de William, siempre tratando de evitar que éste lo pateara o lo abofeteara. Y lo mismo le ocurría con su tío, un hombre bastante desagradable, que ejercía un control total sobre él.

—Sí, lo conozco. Pero ?no es poco respetuoso con la memoria de William que me case con otro hombre tan pronto?

—Bueno… William murió hace ya algún tiempo. Estaba lejos, y por eso no pudieron llamarte para que acudieras a su lado.

?No pudieron, o no quisieron llamarme?, pensó ella.

—?Y qué fue del segundo heredero, este Thayer al que nunca vi?

—Ya te lo dije, hija. Murió en Francia. No quisiera ser cruel, pero no era el hombre para ti, Gytha. Robert te irá mejor.

Quitándose de encima la mano de la mujer, que descansaba sobre la mara?a de rizos rojizos que le adornaban el amplio pecho, Thayer Saitun se sentó.

—Ya llegó la ma?ana, mujer. Es hora de que te pongas en camino.

Sacó su bolsa de debajo de la almohada, la abrió, extrajo unas monedas y se las lanzó a la mujer, que las atrapó al vuelo con facilidad. A Thayer se le dibujó una sonrisa te?ida de cinismo al ver cómo la mujer las pesaba, las calibraba, antes de devolverle la sonrisa. Siempre había sido así. Los hombres lo valoraban con un criterio más honroso, respetaban su nombre e incluso lo temían, pero las mujeres necesitaban ver el brillo de sus monedas antes de demostrar algún interés por él.

Se recostó sobre la espalda, cruzó los brazos detrás de la cabeza y la miró perezosamente mientras ella se vestía. Estaba empezando a cansarse de las prostitutas anónimas, aunque le parecía que al menos eran honestas y, además, no podían permitirse el lujo de mostrar desagrado por su tama?o, su escaso atractivo o, sonrió al mirarse de arriba abajo, su abundante pelo rojo. Aunque su piel no tenía el tono rojizo característico de los pelirrojos, sabía que en realidad muy pocas personas se habían percatado de ello. Con demasiada frecuencia el pelo colorado y las pecas ocultaban el verdadero color de su piel. Hasta su gran tama?o le perjudicaba, pues al final implicaba que había más superficie rojiza a la vista. El sonido de la puerta que se abría lo sacó de sus deprimentes cavilaciones.

—?Pretendes pasarte todo el día en la cama? —le dijo Roger, su mano derecha, mientras dejaba que la compa?era nocturna de Thayer saliera por la puerta y la cerrara silenciosamente tras de sí.