Todo lo que nunca fuimos (Deja que ocurra, #1)

Hubo un silencio tenso.

Me atrevería a decir que todo el mundo que conocía a los Jones sabía que su grupo de música preferido eran los Beatles. Yo recordaba veladas enteras en su casa bailando sus canciones y cantando a voz de grito. Cuando a?os más tarde empecé a hacerle compa?ía a Douglas Jones mientras pintaba en su estudio o en el jardín trasero, le pregunté por qué siempre trabajaba con música y él me contestó que era su inspiración; que nada nacía de uno mismo, ni siquiera la idea base, pero sí el cómo plasmarla. Me explicó que las notas le marcaban el camino y las voces le gritaban cada trazo. Por aquel entonces, yo solía imitar cada cosa que Douglas hacía, admirado por sus pinturas y por su facilidad para sonreír a todas horas, así que decidí seguir sus pasos e intenté buscar mi propia inspiración, una que me traspasase la piel, pero jamás la encontré y, quizá por eso, a medio camino, terminé tomando un desvío inesperado que me llevó a hacerme ilustrador.

—?Te apetece pillar alguna ola? —pregunté.

—?Surfear? —Leah me miró tensa—. No.

—De acuerdo. No tardaré en volver.

Recorrí intranquilo los pocos metros que separaban mi casa del océano, fijándome en la bicicleta de color naranja que descansaba apoyada en la barandilla de madera de la terraza. Oliver la había dejado ahí tras descargarla del coche; era tan solo un objeto, pero un objeto que denotaba cambios que todavía no había asimilado.

Esperé, esperé y esperé hasta que llegó la ola perfecta. Entonces arqueé la espalda, coloqué bien los pies y me alcé; bajé por la pared de la ola y, una vez cogí impulso, giré para alejarme de la parte que se iba rompiendo antes de terminar en el agua.

Cuando regresé, la puerta de la habitación de invitados estaba cerrada.

No llamé. Me di una ducha y luego fui a la cocina para hacer algo de cenar.

Había ido a comprar el día anterior, algo que no solía hacer con frecuencia; al menos, no así, no una compra grande, pero había intentado tener algo de variedad en la nevera; solo sabía que a Leah le gustaban las piruletas de fresa, porque de ni?a siempre solía llevar una en la boca y, cuando se la terminaba, se pasaba horas mordisqueando el palito de plástico. Y también el pastel de queso que mi madre preparaba, aunque eso no era ninguna sorpresa, porque todo el mundo sabía que era el mejor del mundo.

Mientras cortaba en tiras algunas verduras variadas, me di cuenta de que ya no conocía a Leah tan bien como creía. Quizá nunca lo había hecho del todo. No a fondo. Ella había nacido cuando Oliver y yo teníamos diez a?os y nadie esperaba ya otra incorporación a la familia. Aún recuerdo perfectamente el primer día que la vi: tenía los mofletes redondos y rosados, unos dedos diminutos que se aferraban a cualquier cosa que encontrase cerca y el pelo tan rubio que parecía calva. Rose estuvo un buen rato explicándonos que, a partir de entonces, teníamos que cuidarla y portarnos bien con la peque?a. Pero Leah se pasaba el día llorando o durmiendo, y nosotros estábamos más interesados en pasar las tardes en la playa, cazando bichos o jugando.

Cuando nos marchamos a Brisbane a estudiar en la universidad, ella acababa de cumplir ocho a?os. Cuando regresamos, tras pasar una temporada allí haciendo prácticas y trabajando, Leah tenía casi quince a?os y, a pesar de que veníamos a menudo, tuve la sensación de que había crecido de golpe, como si una noche se hubiese acostado siendo una ni?a y a la ma?ana siguiente se hubiese convertido en una mujer. Era alta y delgada, casi sin curvas, como una espiga. Había empezado a pintar durante mi ausencia, siguiendo los pasos de su padre, y un día cualquiera, cuando crucé el jardín y me paré delante del cuadro que estaba sobre el caballete, no pude evitar fijarme en las líneas delicadas, en los trazos que parecían vibrar llenos de color. Se me erizó la piel. Supe que esa pintura no podía ser de Douglas, porque tenía algo diferente, algo… que no podía explicar.

Ella apareció por la puerta trasera de la casa.

—?Esto lo has hecho tú? —se?alé el cuadro.

—Sí. —Me miró con cautela—. Es malo.

—Es perfecto. Es… distinto.

Ladeé la cabeza para mirarlo desde otro ángulo, absorbiendo los detalles, la vida que se palpaba, la confusión. Había pintado el paisaje que se alzaba enfrente: las ramas curvas de los árboles, las hojas ovaladas y los troncos gruesos, pero no era una imagen real; era una distorsión, como si hubiese cogido todos los elementos para agitarlos en una batidora dentro de su cabeza y después volver a soltarlos interpretándolos de otra manera.

Leah se sonrojó y se colocó delante del cuadro con los brazos cruzados. Su rostro angelical y dulce se frunció cuando me dirigió una dura mirada de reproche.

—Te estás quedando conmigo.

—No, joder, ?por qué piensas eso?

—Porque mi padre me pidió que pintara eso —se?aló los árboles—, y yo he hecho esto, que no se parece en nada. Empecé bien, pero luego…, luego…

—Luego hiciste tu propia versión.

—?De verdad lo crees?

Asentí antes de sonreírle.

—Sigue haciéndolo igual.

Durante los siguientes meses, cada vez que iba de visita a casa de mis padres o de los Jones, pasaba un rato con ella echándoles un vistazo a sus últimos trabajos. Leah era…, era ella misma, no había nada parecido, no tenía influencias, sus trazos eran tan suyos que yo podría haberlos reconocido en cualquier lugar. Era luz y había algo que me mantenía a su alrededor, como si sus pinturas me atasen a seguir mirándolas, descubriéndolas…





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