Todo lo que nunca fuimos (Deja que ocurra, #1)

—Es la única técnica útil —contestó resignado.

Los gemelos se rieron por lo bajo y tuve que hacer un esfuerzo para no unirme a ellos. Eran diablos. Dos diablos encantadores que se pasaban el día gritando ?Tío Axel, súbeme?, ?Tío Axel, bájame?, ?Tío Axel, cómprame esto?, ?Tío Axel, pégate un tiro?, y ese tipo de cosas. Eran la razón por la que mi hermano mayor se estaba quedando calvo (aunque él nunca admitiría que usaba productos para evitar la caída del cabello) y por la que Emily, esa chica con la que empezó a salir en el instituto y que terminó convirtiéndose en su mujer, se había refugiado en la comodidad de vestir mallas y sonreír cuando alguno de sus reto?os le vomitaba encima o decidía pintarrajearle la ropa con rotulador.

Saludé a Oliver con un gesto vago y me acerqué hasta Leah, que estaba delante de la mesa puesta, con la mirada fija en el dibujo de la enredadera que surcaba el borde de la vajilla. Alzó la vista hacia mí cuando me senté a su lado y le di un codazo amistoso. No respondió. No como lo habría hecho tiempo atrás, con esa sonrisa que le ocupaba todo el rostro y que era capaz de iluminar una habitación entera. Antes de que pudiese decirle algo, mi padre apareció sosteniendo una bandeja con un pollo relleno que dejó en el centro de la mesa. Ya estaba mirando a mi alrededor consternado cuando mi madre me tendió un bol con un salteado de verduras. Le sonreí agradecido.

Comimos sin dejar de hablar de esto y de aquello; de la cafetería de la familia, de la temporada de surf, de la última enfermedad contagiosa que mi madre había descubierto que existía. El único tema que no se tocó fue el que flotaba en el ambiente por mucho que evitásemos prestarle atención.

Cuando llegó la hora del postre, mi padre se aclaró la garganta y supe que se había cansado de fingir que no ocurría nada.

—Oliver, muchacho, ?lo has pensado bien?

Todos lo miramos. Todos menos su hermana.

Leah no apartó los ojos de la tarta de queso.

—La decisión está tomada. Pasará rápido.

Con gesto teatral, mi madre se levantó y se llevó la servilleta a la boca, pero no pudo ocultar el sollozo y se alejó hacia la cocina. Negué con la cabeza cuando mi padre quiso seguirla y me ofrecí a calmar la situación.

Suspiré hondo y me apoyé en la encimera junto a ella.

—Mamá, no hagas esto, no es lo que necesitan ahora…

—No puedo evitarlo, hijo. Esta situación es insoportable. ?Qué más puede pasar? Ha sido un a?o terrible, terrible…

Podría haber dicho cualquier mierda como ?no es para tanto?, o ?todo se arreglará?, pero no tuve valor porque sabía que no era cierto, ya nada podía ser igual. Nuestras vidas no solo cambiaron el día que los se?ores Jones murieron en aquel accidente de tráfico, sino que pasaron a ser otras vidas, diferentes, con dos ausencias que estaban siempre presentes con fuerza, como una herida que supura y no llega a cerrarse nunca.

Desde el día que pusimos un pie en Byron Bay, habíamos sido una familia. Nosotros. Ellos. Todos juntos. A pesar de todas las diferencias: de que los Jones amanecían cada día pensando solo ?en el ahora? y mi madre pasaba cada minuto preocupándose por el futuro; de que unos eran artistas bohemios acostumbrados a vivir en la naturaleza y otros tan solo conocían la vida en Melbourne; de los síes y los noes que se alzaban a la vez ante una misma pregunta; de las opiniones contrarias y de los debates que duraban hasta las tantas cada vez que cenábamos juntos en el jardín…

Habíamos sido inseparables.

Y ahora todo estaba roto.

Mi madre se enjugó las lágrimas.

—?Cómo se le ocurre dejarte a cargo de Leah? Nosotros podríamos haber buscado alternativas, como hacer una reforma rápida en el salón y dividirlo en dos habitaciones, o comprar un sofá cama. Sé que no es lo más cómodo y que necesita tener su espacio, pero, por lo que más quieras, tú no puedes cuidar ni de una mascota.

Alcé una ceja un poco indignado.

—De hecho, tengo una mascota.

Mi madre me miró sorprendida.

—Ah, sí, ?y cómo se llama?

—No tiene nombre. Aún.

En realidad, no era ?mi mascota?, yo no era muy dado a tener seres vivos ?en propiedad?, pero, de vez en cuando, una gata tricolor delgaducha y con cara de odiar a todo el mundo aparecía en mi terraza trasera pidiendo comida y yo le daba las sobras del día. Algunas semanas se pasaba tres o cuatro veces, y otras ni siquiera se molestaba en acercarse.

—Esto va a ser un desastre.

—Mamá, tengo casi treinta a?os, joder, puedo cuidar de ella. Es lo más razonable. Vosotros estáis todo el día en la cafetería, y cuando no es así, tenéis que quedaros a cargo de los gemelos. Y no va a dormir durante un a?o en el salón.

—?Qué comeréis? —insistió.

—Comida, co?o.

—Esa boca, hijo.

Me di la vuelta y salí de la cocina. Volví al coche, cogí el paquete de tabaco arrugado que guardaba en la guantera y me alejé un par de calles.

Sentado en el bordillo de una acera baja, me encendí un cigarro con la mirada fija en las ramas de los árboles que agitaba el viento. Aquel no era el barrio en el que habíamos crecido, ese en el que nuestras familias se entrelazaron hasta convertirse en una sola. Las dos propiedades se habían puesto a la venta; mis padres se habían mudado a una casa peque?a de una sola habitación en el centro de Byron Bay, quedaba muy cerca de la cafetería que habían abierto más de veinte a?os atrás, cuando nos asentamos aquí. Tampoco tenían ninguna otra razón por la que seguir viviendo a las afueras cuando Justin y yo nos habíamos ido, habían perdido a sus vecinos, y Oliver y Leah se habían trasladado a la casa que él había alquilado al independizarse poco después de que los dos volviésemos de la universidad.

—Pensaba que ya no fumabas.

Entrecerré los ojos por el sol cuando levanté la cabeza hacia Oliver.

Expulsé el humo del cigarrillo mientras él se sentaba a mi lado.

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