La lista de los nombres olvidados

La lista de los nombres olvidados by Kristin Harmel

 

 

 

Capítulo 1

 

 

Por lo que veo desde la panadería, la calle está tranquila y en silencio y, en la media hora que precede a la salida del sol, cuando los dedos estrechos del amanecer empiezan a asomar por encima del horizonte, podría llegar a creer que no hay nadie más que yo sobre la faz de la tierra. Estamos a mediados de septiembre y eso, para los pueblos situados en el norte y el sur del cabo Cod, significa que los turistas se han marchado, los habitantes de Boston han cerrado con tablas sus chalés de veraneo hasta la próxima temporada y las calles adquieren el aire solitario de un sue?o inquieto.

 

En el exterior, las hojas han comenzado a cambiar de color y sé que, dentro de pocas semanas, reflejarán los tonos apagados del crepúsculo, aunque a casi nadie se le ocurre venir aquí a ver el follaje oto?al. Los aficionados a viajar para apreciar los cambios de color de las hojas en oto?o irán a Vermont, a New Hampshire o a los Berkshires, en la parte occidental de nuestro estado, donde los robles y los arces pintarán el mundo de rojo encendido y anaranjado oscuro. Sin embargo, en la calma de la temporada baja en el cabo Cod, los barrones que se mecen en los arenales se volverán dorados a medida que se acorten los días, las aves que migran al sur desde Canadá vendrán a descansar en grandes bandadas y las marismas se desvanecerán en pinceladas de acuarela. Lo contemplaré, como siempre, desde el escaparate de la Panadería Estrella Polar.

 

No recuerdo ningún momento en el cual este lugar, el negocio de mi familia, no haya sido más un hogar para mí que la casita amarilla junto a la bahía en la que me crié y a la que he tenido que regresar después de mi divorcio.

 

?Divorcio?. La palabra resuena una y otra vez en mis oídos y hace que me vuelva a sentir un fracaso, mientras trato de llevar a cabo el acto de equilibrismo que consiste en abrir la puerta del horno con un pie, sosteniendo al mismo tiempo dos bandejas de tama?o industrial de pastelillos de canela y sin perder de vista la entrada de la panadería. Se me ocurre una vez más, a la vez que introduzco los pastelillos, extraigo una bandeja de cruasanes y cierro la puerta con la cadera, que tratar de tenerlo todo solo quiere decir que siempre tienes las manos llenas. En este caso, literalmente.

 

Yo habría preferido seguir casada, por el bien de Annie —no quería que mi hija creciera en una casa en la que se sintiera confusa con respecto a sus padres, como me había ocurrido a mí de ni?a—: quería algo mejor para ella, pero en la vida las cosas nunca salen como uno quiere, ?no es cierto?

 

Justo cuando estoy retirando de la bandeja del horno los cruasanes hojaldrados y mantecosos, suena la campanilla de la puerta de entrada. Echo una ojeada al temporizador del otro horno: habrá que sacar los cupcakes de vainilla en algo menos de sesenta segundos, de modo que no podré acudir enseguida.

 

—?Hope? —llama una voz grave desde la tienda—. ?Estás allí?

 

Suspiro aliviada. Menos mal que es un cliente que conozco, aunque, en realidad, conozco a casi todo el mundo que queda en el pueblo cuando se marchan los turistas.

 

—?Salgo dentro de un minuto, Matt! —grito.

 

Me pongo las manoplas —las de color azul fuerte con cupcakes bordados en los extremos que Annie me compró el a?o pasado, cuando cumplí los treinta y cinco— y retiro del horno los pasteles de vainilla. Cuando inhalo, el olor azucarado me hace retroceder por un momento hasta mi propia infancia. Mi mamie —?abuela? en francés— fundó la Panadería Estrella Polar hace sesenta a?os, pocos a?os después de trasladarse al cabo Cod con mi abuelo. Crecí aquí y aprendí a cocinar en sus rodillas, mientras me explicaba pacientemente cómo se hace la masa, por qué sube el pan y cómo convertir combinaciones de ingredientes tanto tradicionales como inesperadas en creaciones que el Boston Globe y el Cape Cod Times ponen por las nubes todos los a?os.

 

Coloco los cupcakes en la rejilla para que se enfríen e introduzco en el horno dos bandejas de galletas de anís e hinojo. Por debajo de ellas, en la última rejilla, deslizo una hornada de cuernos de gacela: pasta de almendras aromatizada con agua de azahar, espolvoreada con canela y rodeada de masa, con forma de medias lunas.

 

Cierro la puerta del horno y me quito la harina de las manos. Respiro hondo, pongo en marcha el temporizador digital y salgo del obrador a la panadería, muy bien iluminada. Por agobiada que esté, aún sonrío cada vez que atravieso las puertas. El oto?o pasado, aprovechando que había poco trabajo, Annie y yo pintamos la panadería del color que ella escogió: rosa claro con ribetes blancos. A veces tengo la impresión de que vivimos dentro de un cupcake gigante.

 

Matt Hines está sentado en una silla delante del mostrador y, al verme, se pone de pie de un salto y sonríe.

 

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