La lista de los nombres olvidados

—Ya sé lo que dijiste —dice Gavin, sin detenerse a mirarme.

 

Al cabo de un momento, observo que el brillante Lexus de Matt se aleja del bordillo y oigo que el aspirador de Gavin se pone en marcha en la cocina. Cierro los ojos un instante, me doy la vuelta y regreso hacia el único follón de mi vida que en realidad tiene solución.

 

La noche siguiente, Annie ha vuelto a la casa de Rob y, mientras acabo de limpiar —después de trabajar— el resto del jaleo de la cocina, me pongo a pensar en Mamie, que siempre sabía arreglar desastres. Me doy cuenta de que hace dos semanas desde la última vez que fui a verla.

 

?Debería ser mejor nieta —pienso y me invade la culpa— y debería ser mejor persona?.

 

Un ámbito más en el que, aparentemente, siempre me quedo corta.

 

Con un nudo en la garganta, acabo de pasar la fregona, me pongo un poco de pintalabios mirándome en el espejo del corredor y cojo las llaves. Annie tiene razón: tengo que ir a ver a mi abuela. Visitar a Mamie siempre me da ganas de llorar, porque, aunque el hogar sea alegre y agradable, es espantoso darse cuenta de que se está yendo. Es como estar de pie en la cubierta de una embarcación y observar las olas que arrastran a alguien al fondo, sabiendo que no tenemos ningún salvavidas a mano.

 

Quince minutos después atravieso las puertas de la institución de vida asistida de Mamie, una residencia inmensa pintada de amarillo claro y llena de cuadros de flores y animales de los bosques. En el piso superior están los enfermos de demencia y las visitas tenemos que introducir un código de acceso en un panel digital que hay en la puerta.

 

Recorro el pasillo hacia la habitación de Mamie, que queda al final del ala oeste. Los dormitorios de los residentes son privados, como si fueran apartamentos, aunque siempre comen en el comedor y el personal tiene llaves maestras, para poder entrar a verlos y darles la medicación diaria. Mamie toma un antidepresivo, dos medicamentos para el corazón y una droga experimental para el alzheimer que no parece surtir ningún efecto. Una vez al mes me reúno con el médico del centro para que me dé un informe de su estado. En nuestro último encuentro me dijo que sus facultades mentales se habían ido deteriorando mucho a lo largo de los últimos meses.

 

—Lo peor del caso es —me dijo, mirándome por encima de las gafas— que tiene la lucidez suficiente para darse cuenta. Es una de las peores etapas, porque ella sabe que no tardará en perder por completo la memoria y eso, para los pacientes que se encuentran en este estado, resulta muy perturbador y penoso.

 

Trago saliva y toco el timbre que hay junto a su nombre: Rose McKenna. La oigo arrastrar los pies en el interior; es probable que se haya levantado del asiento reclinable con un poco de esfuerzo y que se acerque a la puerta con el bastón que usa desde que se cayó y se rompió la cadera, hace dos a?os.

 

Se abre la puerta y contengo las ansias de arrojarme en sus brazos para que me estreche entre ellos, como hacía cuando era peque?a. Hasta aquel momento, pensaba que venía a verla por ella, pero ahora me doy cuenta de que lo hago por mí. Lo necesito. Necesito ver a alguien que me quiera, aunque sea un amor imperfecto.

 

—Hola —dice Mamie y me sonríe. Tiene el cabello más canoso que la última vez que la vi y las arrugas del rostro más marcadas, pero, como siempre, lleva pintalabios color burdeos y los ojos pintados con kohl y rímel—. ?Qué sorpresa, cielo!

 

Habla con un dejo de acento francés que no ha llegado a perder. Está en Estados Unidos desde principios de la década de 1940, pero los rastros de aquel pasado suyo tan remoto envuelven todavía sus palabras como uno de aquellos pa?uelos franceses, ligeros como plumas, que casi siempre lleva en torno al cuello.

 

Me acerco para abrazarla. Cuando yo era más joven, ella era firme y fuerte. Ahora, cuando se encorva en el abrazo, siento los huesos de su columna y sus hombros afilados.

 

—Hola, Mamie —digo con suavidad y parpadeo para tratar de contener las lágrimas.

 

Clava en mí los ojos grises y nublados.

 

—Tendrás que perdonarme —dice—, pero a veces estoy un poco olvidadiza. ?Cuál eres tú, querida? Ya sé que debería recordarlo.

 

Trago saliva.

 

—Soy Hope, Mamie; tu nieta.

 

—Desde luego. —Me sonríe, pero hay niebla en sus ojos grises—. Lo sabía, pero a veces necesito que me lo recuerden. Pasa, por favor.

 

Entro tras ella en el apartamento iluminado por una luz tenue y me conduce hacia la ventana del salón.

 

—Estaba observando el atardecer, querida —dice—. Dentro de un momento, podremos ver el lucero vespertino.

 

 

 

 

 

Capítulo 3

 

 

Cupcakes de vainilla de la Estrella Polar CUPCAKES

 

INGREDIENTES

 

1 taza de mantequilla sin sal a temperatura ambiente 1 ? taza de azúcar granulado

 

4 huevos grandes

 

1 cucharadita de extracto de vainilla puro

 

3 tazas de harina

 

3 cucharaditas de levadura química

 

? cucharadita de sal

 

? taza de leche

 

PREPARACIóN

 

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