Ciudades de humo (Fuego #1)

—Está bien —repitió él, y pareció aliviado—. Alice, no le cuentes esto a nadie, ?vale?


—Pero... —Ella seguía sin entender nada—. ?Qué hay de los demás? ?Y de ti? De usted, perdón.

—?Crees que ahora me importa que te saltes los modales? —Casi pareció divertido, pero volvió a su cara de preocupación al instante—. No pienses en los demás. Piensa en ti misma. Eres la única persona en la que puedes confiar, Alice, nunca lo olvides.

Ella tardó un momento en poder formular una respuesta.

—Entonces, si pasa algo, ?me voy corriendo? Y... ?qué harás tú?

—Sabes que me las apa?aré, y tus amigos también. Por el momento, no puedes ayudarlos.

—P-pero..., aunque consiguiera escapar..., no tengo ningún lugar al que ir. Soy una androide.

—Claro que lo tienes. Tú sigue el bosque hacia el este. El lado de las monta?as por donde sale el sol cada ma?ana. Eso es el este. No te desvíes en ningún momento, ?vale? Evita las ciudades y los caminos principales. Solo intenta no encontrarte con los rebeldes. No sé qué serían capaces de hacer si vieran el número en tu estómago.

—?Qué hay al este?

—Una ciudad amiga. Tiene los muros grises y un gran edificio de madera en el centro. La reconocerás enseguida. Diles quién eres y cuidarán de ti.

—Padre, ?por qué me está contando todo esto? Si alguien lo escucha..., podría castigarlo.

El hombre la miró un momento, y a Alice le pareció ver algo extra?o en su mirada, algo que no había visto antes.

—Eres mi prototipo más perfecto —replicó—. Mi investigación completa se basa en ti. Si te matan, lo pierdo todo.

La puerta se abrió en ese momento y, antes de que Alice respondiera, una madre entró en el despacho con una sonrisa cordial.

—El padre George quiere hablar con usted —le dijo a su creador.

—Bien. —él dirigió una mirada a Alice, una mirada significativa que prometía cualquier cosa y que rogaba que no hiciera ninguna estupidez—. 43, vete a atender tus tareas, hemos terminado.

—Sí, padre —replicó con voz temblorosa, y abandonó la habitación con el peso del revólver en su cintura.





2


    El revólver que se escondía bajo la cama


Había pasado una semana desde su charla.

Esos días habían sido los más largos de su vida. No dejaba de pensar que si unos rebeldes locos no entraban por la puerta y los mataban, lo harían los propios padres cortándoles las manos.

Miraba continuamente por encima de su hombro, tensa. No podía evitarlo. 42 había empezado a preguntarle si se encontraba bien, pero Alice era incapaz de decirle nada. Su padre le había pedido que no lo hiciera. Tenía que obedecer. No podía traicionarlo.

Las comidas de la cafetería le parecían eternas, sus horas en la biblioteca, sin sentido, y no dejaba de mirar a los padres y a los científicos como si fueran sus enemigos. En su cabeza, todos ellos sabían que podían atacarlos y no decían nada a nadie. Eran unos traidores.

Aunque, claro, eso también la convertía a ella en traidora.

Más de una vez se encontró a sí misma de pie en el vestíbulo del edificio principal, mirando la gran escultura que había en el centro. Era una estatua de unos cuatro metros de alto, blanca y perfecta, de un hombre con una bata de científico. No era nadie en concreto, sino que representaba a los padres. A Alice solía darle igual. No recordaba ni una sola vez en la que la hubiera mirado más de un segundo. Ahora, no podía dejar de contemplarla. Y le parecía sumamente estúpida.

También se había detenido varias veces durante esa semana junto a los ventanales del jardín trasero. No era tan bonito como las fotografías que había visto en algún que otro libro, con grandes y coloridas flores, enredaderas que llegaban hasta el techo y plantas verdes y frondosas que cuidar todos los días. No, era más bien una explanada de hierba que algunos androides de mantenimiento cortaban de vez en cuando para dar un mejor aspecto al edificio. No había flores, ni tampoco plantas o enredaderas. Solo arbustos y setos que no solían llegar ni a la altura de la cadera de Alice.

Y, aun así, era lo más cercano que conocía a salir de la zona, así que a menudo pedía permiso a su padre para dar un paseo por aquel escaso resquicio de naturaleza. Como no podía hacerlo sola, él solía ofrecerse a ir con ella. Caminaban uno al lado del otro, su padre con las manos detrás de la espalda y Alice con los dedos entrelazados ante ella, cada uno mirando a un lado y haciendo comentarios sobre el clima, la zona o cualquier otro tema trivial.

Curiosamente, su padre hacía que incluso aquellas conversaciones aparentemente aburridas parecieran fascinantes. Su forma de hablar siempre era muy dramática. Le gustaba imitar con gestos las acciones que describía, modular la voz en función de la parte de la historia que tratara y soltar peque?as bromas que hacían que Alice se riera y se olvidara, aunque fuera solo durante unos instantes, de la presión que sentía dentro del edificio.

Solo en uno de aquellos paseos, y aprovechando que su padre parecía mucho más relajado y receptivo que en el interior, Alice se atrevió a preguntar sobre un tema menos liviano que los que solían tratar. Y, curiosamente, quien sacó el tema de conversación no fue ella.

En la zona final del jardín había un peque?o banco de madera pintado de blanco, donde solían dar la vuelta para regresar. Allí su padre levantó la cabeza y, a Alice, le pareció que su expresión se iluminaba como si acabara de descubrir algo importante.

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