Ciudades de humo (Fuego #1)

—?Puedes explicarme cuál es tu función exacta como androide de información?

—Claro, padre —replicó con voz automática—. Como androide de información, dispongo de una capacidad cerebral superior a la media para almacenarla. Mi especialidad es la historia clásica de la humanidad, aunque poseo algunos datos de los a?os anteriores a la guerra. Además de eso, puedo hablar veinticinco idiomas distintos y tengo la capacidad de aprender uno nuevo en un tiempo relativamente rápido.

—?Qué me dirías si tuvieras que presentarte formalmente?

—Mi nombre de serie es 43. Es un placer conocerlo. Estoy a su disposición para guiarlo en cualquier problema o duda que tenga sobre nuestra zona. ?Necesita ayuda en algún aspecto?

—Perfecto. —él sacó un peque?o cuaderno digital y con uno de los lápices negros empezó a dibujar en la pantalla cosas que a Alice le resultaron imposibles de entender—. El otro día me hablaste de un sue?o, ?has vuelto a tenerlo?

En realidad, no se lo había dicho. él siempre parecía saber cosas que no debería.

—Alguna noche, sí —mintió ella, olvidándose de los modales por un momento. Se apresuró a rectificar—..., padre.

—Y ?puedes explicarme de qué trata el sue?o?

—No lo recuerdo muy bien —repitió, como cada vez que le habían preguntado eso—. Es confuso.

—Cualquier cosa me irá bien.

—De verdad que no lo sé, padre. Es complicado.

—Soy bastante listo, inténtalo.

Ella nunca se lo contaría. Sin importar las veces que preguntara. No le gustaba ese hombre. Ni sus ojos, ni su escaso pelo blanco, ni su barriga regordeta, ni su voz amable. Especialmente su voz.

—Es sobre... —pensó un breve instante—. Una luz.

El hombre empezó a dibujar de nuevo símbolos extra?os.

—?Cómo es la luz?

—Brillante —replicó ella, con un ligero tono irónico. El padre Tristan levantó la cabeza y la miró un momento. Ya no sonreía tan abiertamente como antes—. Extra?a.

?Qué había sido eso? ?Había hecho una broma? ?Ella? ?Podía hacer bromas?

—?Nada más?

Por su mirada, él sabía que sí había más.

—No, padre.

El padre Tristan se quedó mirándola unos segundos, abrió la boca para replicar y, justo en ese momento, la puerta se abrió y el padre John entró con las mejillas rojas por la ira y el pelo casta?o perfectamente ordenado. Alice se puso de pie automáticamente, como era de esperar en ella.

El padre Tristan parecía desconcertado.

—?Qué haces aquí, John?

—He solicitado hablar con mi androide —replicó él en tono cortante—. Te agradecería que fuera la última vez que interrumpes mis sesiones.

—Lamento haberte enfadado —replicó el padre Tristan—. Solo quería preguntarle algunas cosas. Es toda tuya. Seguro que tenéis mucho de lo que hablar.

Alice siguió a su creador hacia el pasillo anterior, dejando al otro padre con una sonrisa pretendidamente amable que fue apagándose a medida que se acercaban a la puerta. Otra vez volvió a entrar en un despacho, aunque esta vez fue el de su querido padre John.

—Pa... —empezó, pero fue interrumpida.

—Escúchame bien, Alice. —El hombre se acercó a ella y la miró desde su altura. No podía tocarla, no debía acercarse más de medio metro. Era inapropiado—. Necesito que hagas exactamente lo que voy a decirte a continuación y, pase lo que pase, no lo cuestiones.

—?Eh?

—Escúchame —repitió, y parecía nervioso—. Ha habido problemas en las otras zonas.

Alice parpadeó, confusa, pero él no le dio tiempo a decir nada antes de seguir hablando.

—No sé qué ha pasado exactamente, pero hemos perdido el contacto con los humanos. Todo indica que los rebeldes los han atacado... o se han aliado con ellos, no lo sé. Nadie lo sabe. No podemos estar seguros de nada.

Alice frunció el ce?o. Era extra?o que su padre le hablara de otros lugares. Y mucho más que le estuviera contando que había problemas en ellos.

—Nunca nos han tenido mucha estima —replicó el padre John con una sonrisa triste—. Temo que asuman que somos una amenaza para ellos, como creen esos indisciplinados de los rebeldes. Lo último que hemos sabido es que los humanos ya no hablan con nosotros y hay un grupo de rebeldes acercándose a nuestra zona.

—Los nuestros nos protegerán —replicó Alice aterrorizada, olvidando sus modales por completo—. Los... los científicos...

—No sabemos cuántos son, ni si van armados, ni siquiera si pretenden hacernos da?o. No puedo arriesgarme a que vengan y te quedes desprotegida, Alice. Eres mi mejor creación.

Ella no sabía qué decir. Tampoco comprendía por qué le contaba eso, no tenía por qué hacerlo.

—No puedes estar aquí cuando eso ocurra, ?lo entiendes? —siguió él—. Si percibes peligro, márchate. Toma todo lo que necesites y vete sin que nadie te vea.

—Pero, padre... —empezó—. No..., no entiendo cómo...

—No hay nada más que entender —replicó él, y dio la vuelta a su despacho para recoger algo de su mesa. Alice sintió un escalofrío cuando se lo puso en la mano—. Esto es un arma. Un revólver. Te ayudará.

—Padre...

—Créeme, lo necesitarás.

—No —replicó, y se lo devolvió—. Ni siquiera puedo salir del edificio.

—Y no te estoy pidiendo que lo hagas si no es necesario.

—Pero las reglas...

Las reglas eran en lo que se fundamentaban sus vidas. La base de todo lo que conocía. No entendía cómo a su padre no le asustaba decir todo aquello. Si lo escuchaban... La imagen de 47 le vino a la mente enseguida.

—?Olvídate de las reglas! —replicó él, y, al ver que la había asustado, respiró hondo y se calmó un poco—. Alice, ?te he mentido alguna vez?

—No...

—Bien, ?confías en mí?

Ella asintió con la cabeza sin siquiera dudarlo.

—Entonces, toma el revólver. —Ella lo metió en el pliegue de su falda, sintiéndose incómoda ante la repentina frialdad del objeto—, mételo debajo de tu colchón o donde sea. Que no lo encuentren. Eso es crucial. Y prepárate para salir corriendo en cualquier momento.

—E-está bien...

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