Ciudades de humo (Fuego #1)

Tomó sus zapatos: unas botas blancas sin ningún tipo de atadura que llegaban hasta los tobillos. Tras ponérselas, se recogió el pelo en una cola de caballo, como el resto de sus compa?eras.

Después, formaron una fila siguiendo el orden de sus números y salieron de la habitación para dirigirse al comedor, que era la sala más grande del edificio después de la de conferencias, a la que acudían muy de vez en cuando, ya que en contadas ocasiones reunían a los androides allí. El comedor era un espacio enorme cuya pared del fondo estaba cubierta de ventanales que daban a los jardines traseros. Había varias decenas de mesas repartidas de forma organizada con sus respectivos bancos para que cada generación pudiera sentarse con sus compa?eros. Esas eran las más cercanas a la puerta por la que salían las madres que repartían la comida. Las otras, las del fondo, eran las de los científicos. Parecían más cómodas que las suyas y, por supuesto, los androides no tenían derecho a sentarse en ellas. Los padres estaban a otro nivel: ni siquiera comían con ellos, sino que tenían una sala especial.

Alice se acercó a la última mesa de metal con sus compa?eras y tomó asiento entre 42 y 44. Tras asegurarse de que todos se habían sentado ya, se tomaron las manos las unas a las otras —los chicos estaban delante de ellas— y cerraron los ojos. Sabía que antes la gente hacía eso para rezar a un dios, o a más de uno, pero no acababa de comprender su significado. Había partes de la cultura humana que seguía sin entender del todo.

Seguramente habría gente que todavía lo hacía, pero era un tema tabú en su zona. El silencio era, simplemente, una muestra de respeto por los padres, que les habían dado la vida sin pedir nada a cambio. Además, según ellos, la calma los ayudaba a empezar el día correctamente. Sea como fuere, no era opcional.

Se preguntó qué pasaría si se cruzara de brazos y se negase a agradecerles nada, porque no...

Cortó al instante esa clase de pensamiento, alarmada. ?Por qué tenía que pensar esas cosas? ?Acaso quería ponerse a sí misma en peligro? Miró a su alrededor, asustada, como siempre que le pasaba. Le daba la sensación de que algún día alguien, de alguna forma, la descubriría y se lo contaría a los padres.

Pero nunca lo hacían.

—?Estás bien? —La vocecilla de 42 la devolvió a la realidad.

—Sí. —Alice intentó poner cara de confusión—. ?Por qué no iba a estarlo?

—Porque ha terminado el silencio.

—Lo sé.

—Ya, pero... no me has soltado la mano.

Alice parpadeó, confusa de verdad, y sintió que su corazón se detenía un momento al ver que 42 tenía razón. De hecho, se la estaba apretando con fuerza. Se colocó ambas manos en el regazo al instante, nerviosa.

—Estoy bien, es que..., eh..., sigo medio dormida.

—Si tienes un problema de funcionamiento, deberíamos avisar a un padre —le dijo 44, que estaba sentada a su otro lado.

?No! Alice contuvo la respiración, asustada.

—No hace falta —aseguró tan tranquila como pudo.

—?Segura? —insistió 44—. Tienes mala cara. No quiero que me ri?an por tu culpa.

Apenas había hablado un par de veces con ella, pero a Alice no le gustaba en absoluto 44. Era pelirroja, alta y tenía numerosas y llamativas pecas repartidas por toda la cara y sobre los hombros. Pero lo que disgustaba a Alice no era su aspecto, sino su forma de ser. Siempre parecía estar buscando fallos con la mirada para poder destacarlos y aclarar que ella no los tenía. Era como si se sintiera mejor menospreciando a los demás. Y, por si eso fuera poco, más de una vez había ido corriendo a contarles a los padres cosas que había visto entre sus compa?eros.

Una vez había escuchado a un chico de la segunda generación llamarla ?sapo?, pero Alice no tenía muy claro qué tenía que ver un animalito con hacer de soplona a los padres.

—He dicho que estoy bien —recalcó Alice, retomando la conversación.

—A mí no me pareces muy segura. —44 entrecerró los ojos.

—A mí no me parece que sea tu problema.

Silencio.

Ambas se miraron. Alice se asustó por lo que había dicho. 44 estaba claramente molesta. Ay, no.

Pero entonces la vocecilla de 42 acudió a rescatarla.

—Lo que deberíamos hacer es dar las gracias por estos alimentos. Hoy en día, no es fácil conseguirlos.

—Sí, tienes razón —le concedió 41, una androide de pelo casta?o y ojos alargados.

42 tenía un don para disolver situaciones conflictivas sin siquiera levantar la voz, cosa de la que Alice era incapaz. En ese aspecto, también la envidiaba un poco.

En realidad, la envidiaba en más aspectos. 42 era bajita, muy delgada, con el pelo rubio muy claro y la nariz respingona. Tenía los ojos muy grandes para su cara y solía moverlos a toda velocidad, como un cervatillo asustado.

Alice, por otro lado, era muy perfecta. Demasiado. Si es que eso tenía sentido.

Era casi aburrida.

Tenía los ojos redondos, grandes y azules. Simplemente azules. Había visto algunos con motas grises o verdes, pero los suyos no las tenían. Aburridos. Su pelo era lacio y negro. Nunca había sido capaz de darle ni un poquito de volumen. De nuevo, aburrido. Tenía la piel blanca e inmaculada, sin pecas, marcas o cicatrices. Solo unos cuantos lunares repartidos en una de sus mejillas, en el cuello y en el torso. Aburrido otra vez. Ni siquiera la forma de su cuerpo destacaba mucho. Estaba delgada y punto. Sin más. Y ?qué era eso? Exacto, aburrido.

Las pocas veces que se había mirado a un espejo, había sido dolorosamente consciente de que no era humana. Los humanos no eran perfectos. Ellos eran interesantes. Habría preferido tener alguna tara, aunque fuera peque?ita.

Pero, en fin, eso dependía de su creador, no de ella. Después de todo, era una androide.

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