Ciudades de humo (Fuego #1)

Alice se puso en guardia, pero 42 solo estaba se?alando un punto del suelo.

Eran dos mujeres vestidas como los invasores de su habitación. Llevaban ropa extra?a para las androides, unos monos de cuerpo entero que, al fijarse más de cerca, se dieron cuenta de que no eran negros, sino gris ceniza. Ambas mujeres estaban tumbadas en el suelo, una todavía sujetaba un arma sobre su pecho, la otra yacía boca abajo.

—Se han defendido —susurró 42 como si fuera difícil de creer—. Los de nuestra zona se han defendido.

Alice, de manera instintiva, supo qué hacer.

—Tenemos que ponernos su ropa.

—?Qué? —gritó la otra horrorizada.

—Si nos ven descalzas y en camisón nos atraparán enseguida. Tenemos que encontrar una manera de salir de aquí.

—?Salir de aquí? ?De la zona? ?Te has vuelto loca?

—Ya te lo explicaré cuando logremos huir. Solo confía un poco en mí.

En realidad, lo que Alice quería hacer era encontrar a su padre y escapar los tres. Pero incluso ella sabía que no era una buena idea. Antes de proteger a alguien, tenía que salvarse a sí misma.

—Están cubiertas de sangre —susurró 42.

Alice se separó de ella, se aseguró de que nadie las veía y tomó del tobillo a una de las mujeres. La chica parecía estar a punto de vomitar cuando agarró a la que estaba boca abajo. Las metieron en los lavabos del pasillo y se empezaron a cambiar de ropa. Alice advirtió que casi todo le quedaba grande, pero no era nada comparado con 42. Era tan bajita y delgada que parecía una mu?eca de trapo vestida con ropa de guerra. Tenía los ojos llenos de lágrimas mientras intentaba no mancharse.

Y, entonces, 42 le dio la vuelta a la mujer para desabrochar mejor las botas y retrocedió enseguida, soltando un grito.

—?Silencio! —le espetó Alice sin poder contenerse.

Cuando miró abajo, deseó no haberlo hecho. Alguien había disparado a esa mujer en la cara y ahora parecía cualquier cosa menos una persona. Solo un cráneo aplastado, astillado y sanguinolento. Sintió una náusea subiendo por su garganta y se tapó la boca.

Pero no podían perder el tiempo, y menos después de ese grito.

—No la mires —le dijo a su compa?era, recuperando la compostura—. Quítale las botas y ya está.

—No puedo... No...

—?Hazlo de una vez!

No le gustó gritarle. Nunca había hablado así a nadie. Pero consiguió que 42 reaccionara. Siguió llorando, pero al menos le quitó los zapatos.

Alice terminó de atarse las botas y la esperó. Cuando estuvieron listas, se ataron el pelo, como cada ma?ana. Deseó poder decirle algo a 42 para tranquilizarla, pero no supo qué.

Al terminar de peinarse, Alice agarró el revólver y respiró hondo. Fingió tener más seguridad en sí misma de la que tenía en realidad y, sin tener otra opción, bajaron al piso inferior.

Las sorprendió encontrar las luces encendidas y ningún cuerpo en el suelo. Aceleraron el paso y miraron en cada habitación —los científicos tenían dormitorios individuales—, pero no encontraron a nadie. Ese pabellón estaba vacío. 42 pareció relajarse un poco.

—?Dónde crees que están? —preguntó, como si Alice tuviera las respuestas a las preguntas que ambas se hacían.

—No lo sé. Quizá se hayan escondido.

Como con intención de contradecirla, escucharon un disparo en el patio delantero y las dos palidecieron. Bajaron rápidamente la escalera. Alice apretó el arma entre las manos y se preguntó cómo funcionaría.

El piso inferior albergaba el comedor, que estaba desierto y tranquilo. Lo cruzaron rápidamente y se asomaron a los ventanales del fondo. Alice era más alta, así que se puso de puntillas. 42 tuvo que subirse a una silla.

Había un grupo de gente vestida de gris ceniza que rodeaba a una hilera de gente vestida de blanco. Los científicos. ?Y los padres?

Alice buscó con más desesperación, intentando encontrar a su padre, pero no lo veía por ningún lado. Uno de los hombres de gris exclamó algo que no pudo entender y vio que los invasores levantaban sus armas y apuntaban a la cabeza de un científico.

Fue entonces, justo en ese momento, cuando lo vio. A su creador. Al padre John.

Estaba de rodillas mirando al hombre que apretaba la pistola contra su frente. Sin embargo, en el último segundo, bajó la mirada y a Alice le pareció creer que sus ojos se cruzaban. Pero fue durante solo un segundo, un ínfimo y precioso segundo de esperanza que se desvaneció en cuanto los atacantes, a la vez, apretaron el gatillo.

Lo siguiente que vio fue el cuerpo de su padre dar un espasmo y caer rendido al suelo.

Por un momento, no se movió, solo se quedó mirando por la ventana mientras los hombres de gris, impasibles, arrastraban los cuerpos hacia un lado y los empezaban a amontonar en un rincón del patio. La pila se hacía más grande a medida que pasaban los segundos y ella siguió con la mirada clavada en su padre. No le veía la cara y no estaba segura de si quería hacerlo, pero sí distinguió sus piernas que eran arrastradas hacia el montón por un hombre desconocido.

Se sentía como si estuviera flotando. El cadáver de su padre empezó a desaparecer cuando amontonaron más sobre él. Y, justo en el momento en que volvía a la cordura, vio la cara del hombre que había dado la orden de disparar. Era el padre Tristan.

Apenas fue consciente de que estaban zarandeándola con violencia. De hecho, apenas fue consciente de nada aparte del picor punzante en la mejilla.

Parpadeó, volviendo a la realidad. Le zumbaban los oídos. Se llevó una mano a la mejilla, pasmada. 42 estaba a su lado, tirando de ella en dirección a la cocina. Estaba llorando. Acababa de darle un bofetón, desesperada.

—?Tenemos que irnos, 43!

Ella clavó los ojos una última vez en el padre Tristan y se dejó guiar hacia las cocinas, como si no pudiera terminar de entender lo que sucedía.

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