Humo yespejos

Se preguntó qué les estaría pasando a ellos en el sobre. Sentía su presencia, seca e inquietante, en el rincón del dormitorio, guardada bajo llave y a salvo. Se compadeció, de repente, de la Belinda y el Gordon atrapados en el sobre en su papel, odiándose el uno al otro y a todo lo demás.

 

Gordon empezó a roncar. Ella le besó, suavemente, en la mejilla y dijo, ?Sssh?. él se movió y se calló, pero no se despertó. Ella se le arrimó y pronto volvió a quedarse dormida.

 

Después de comer, al día siguiente, en plena conversación con un importador de mármol toscano, Gordon puso cara de mucha sorpresa y se llevó una mano al pecho. Dijo, ?Lo siento muchísimo?, y entonces se le doblaron las rodillas y cayó al suelo. Llamaron a una ambulancia pero, cuando llegó, Gordon ya estaba muerto. Tenía treinta y seis a?os.

 

En la investigación el juez de instrucción anunció que la autopsia había demostrado que Gordon sufría del corazón por un defecto congénito. Podía haberle fallado en cualquier momento.

 

Los primeros tres días después de la muerte de Gordon, Belinda no sintió nada, una nada profunda y horrible. Consoló a los ni?os, habló con sus amigos y con los amigos de Gordon, con su familia y la familia de Gordon, aceptando sus condolencias con cortesía y delicadeza, como se aceptan regalos que no se han pedido. Escuchaba a gente que lloraba por Gordon, algo que ella todavía no había hecho. Decía todas las cosas correctas y no sentía nada en absoluto.

 

Melanie, que tenía once a?os, parecía que lo llevaba bien. Kevin abandonó los libros y los videojuegos y se quedó sentado en su dormitorio, mirando por la ventana, sin querer hablar.

 

El día después del funeral los padres de Belinda regresaron al campo, llevándose a los dos ni?os con ellos. Belinda no quiso ir. Había, dijo, demasiado que hacer.

 

El cuarto día después del funeral estaba haciendo la cama de matrimonio que ella y Gordon habían compartido, cuando empezó a llorar y los sollozos la atravesaron con espasmos de dolor enormes y feos y le cayeron las lágrimas del rostro a la colcha y le gotearon mocos transparentes de la nariz y se sentó en el suelo de repente, como una marioneta a la que le han cortado los hilos y lloró durante casi una hora, porque sabía que no le volvería a ver.

 

Se secó la cara. Luego abrió el joyero y sacó el sobre y lo abrió. Extrajo la hoja de papel de color crema y leyó las palabras cuidadosamente mecanografiadas. La Belinda del papel había tenido un accidente con el coche cuando estaba borracha y estaba a punto de perder el permiso de conducir. Ella y Gordon llevaban días sin hablarse. él había perdido su empleo hacía unos dieciocho meses y se pasaba casi todos los días sentado sin hacer nada en la casa de Salford. Sacaban todo el dinero que tenían con el trabajo de Belinda. Melanie estaba fuera de control: Belinda, mientras limpiaba la habitación de Melanie, había encontrado un alijo de billetes de cinco y diez libras. Melanie no había dado ninguna explicación sobre cómo una ni?a de once a?os había conseguido el dinero, sólo se había encerrado en su habitación y les miraba furiosa y muda, cuando la interrogaban. Ni Gordon ni Belinda habían hecho más averiguaciones, asustados por lo que podrían haber descubierto. La casa de Salford estaba sucia y húmeda, tanto que el revoque se caía del techo a pedazos enormes que se deshacían, y los tres habían contraído feas toses bronquiales.

 

Belinda les compadecía.

 

Volvió a meter el papel en el sobre. Se preguntó cómo sería odiar a Gordon, que él la odiase. Se preguntó cómo sería no tener a Kevin en su vida, no ver sus dibujos de aviones ni oír sus interpretaciones magníficamente desafinadas de canciones populares. Se preguntó de dónde habría sacado Melanie —la otra Melanie, no su Melanie sino la Melanie que estaría allí de no haber sido por la gracia de Dios— ese dinero y se sintió aliviada de que su propia Melanie pareciera estar interesada en pocas cosas aparte del ballet y los libros de Enid Blyton.

 

Echaba tanto de menos a Gordon que sentía como si le estuvieran clavando algo afilado en el pecho, un pincho, quizá, o un carámbano de hielo, hecho de frío y soledad y del conocimiento de que no le volvería a ver en este mundo.

 

Entonces llevó el sobre abajo, a la sala, donde un fuego de carbón ardía en la chimenea, porque a Gordon le habían encantado los fuegos. Decía que una chimenea le daba vida a una habitación. A ella no le gustaban los fuegos de carbón, pero lo había encendido esa noche por rutina y por costumbre, y porque no encenderlo habría significado reconocer que, a un nivel absoluto, él no volvería jamás a casa.

 

Belinda se quedó mirando el fuego durante un rato, pensando en lo que tenía en la vida y en las cosas a las que había renunciado; y en si sería peor amar a alguien que ya no estaba allí o no amar a alguien que sí lo estaba.

 

Y entonces, al final, casi por casualidad, lanzó el sobre al fuego y observó cómo se ondulaba y se ennegrecía y prendía, observó las llamas amarillas que bailaban en medio del azul.

 

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