Humo yespejos

Gordon estaba exhausto. De día trabajaba para clientes, dise?ando y actuando de enlace con los constructores y los contratistas; de noche solía quedarse levantado hasta tarde, trabajando por cuenta propia, dise?ando museos y galerías y edificios públicos para concursos. Algunas veces sus dise?os recibían menciones honoríficas y salían en revistas de arquitectura.

 

Belinda trabajaba más con animales grandes y eso le gustaba, visitaba a granjeros y examinaba y trataba a caballos, ovejas y vacas. Algunas veces, cuando hacía las visitas, se llevaba a los ni?os con ella.

 

Su teléfono móvil sonó cuando estaba en un prado intentando examinar a una cabra pre?ada que resultó que no tenía ningún deseo de que la cogieran y aún menos de que la examinaran. Se retiró de la batalla, dejando a la cabra que la miraba furiosa desde el otro lado del campo, y abrió el teléfono con el pulgar.

 

—?Sí?

 

—?Sabes qué?

 

—Hola, cari?o. Hum. ?Has ganado la lotería?

 

—No. Pero casi. El dise?o que hice para el Museo de Patrimonio Británico ha sido preseleccionado. Todavía quedan algunos contendientes, pero la lista es muy corta.

 

—?Eso es maravilloso!

 

—He hablado con la Sra. Fulbright y le pedirá a Sonja que nos haga de canguro esta noche. Vamos a celebrarlo.

 

—Genial. Te quiero —dijo ella—. Ahora tengo que volver a ocuparme de la cabra.

 

Bebieron demasiado champán durante una excelente cena de celebración. Esa noche en su dormitorio, mientras se quitaba los pendientes, Belinda dijo:

 

—?Miramos qué pone en el regalo de boda?

 

Gordon la miró con gravedad desde la cama. Sólo llevaba puestos los calcetines.

 

—No, creo que no. Es una noche especial. ?Por qué estropearla?

 

Belinda puso los pendientes en el joyero y lo cerró con llave. Luego se quitó las medias.

 

—Supongo que tienes razón. De todos modos, ya me imagino lo que pone. Yo estoy borracha y deprimida y tú eres un triste perdedor. Mientras tanto, estamos… bueno, la verdad es que estoy un poquitín achispada, pero eso no es lo que quiero decir. Está ahí, sin más, en el fondo del joyero, como el cuadro que había en el ático en El retrato de Dorian Gray.

 

—?Y sólo lo reconocieron por los anillos?. Sí. Me acuerdo. Lo leímos en el colegio.

 

—Eso es lo que me asusta en realidad —dijo ella, poniéndose un camisón de algodón—. Que lo que hay en el papel sea el auténtico retrato de nuestro matrimonio en estos momentos y que lo que tenemos ahora no sea más que un cuadro bonito. Que eso sea real y nosotros no. Quiero decir —en ese momento hablaba muy concentrada, con la gravedad de los que están ligeramente borrachos—, ?nunca piensas que lo nuestro es demasiado bueno para ser verdad?

 

él asintió.

 

—A veces. Esta noche, desde luego que sí.

 

Ella se estremeció.

 

—A lo mejor sí que estoy borracha y tengo un mordisco de perro en la mejilla y tú te follas todo lo que se te pone por delante y Kevin nunca nació y… todo eso otro tan horrible.

 

Gordon se levantó, caminó hacia ella, la rodeó con los brazos.

 

—Pero no es verdad —se?aló—. Esto es real. Tú eres real. Yo soy real. Ese regalo de boda es sólo un cuento. No son más que palabras.

 

Y la besó y la abrazó con fuerza, y ya no hablaron mucho más esa noche.

 

Pasaron seis largos meses hasta que se anunció que el dise?o de Gordon para el Museo del Patrimonio Británico había ganado, aunque lo ridiculizaron en The Times por ser demasiado ?agresivamente moderno? y en varias revistas de arquitectura por ser demasiado anticuado, y uno de los jueces le describió, en una entrevista para el Sunday Telegraph, como ?un candidato que era, en cierta manera, aceptable para todos. La segunda elección de todo el mundo?.

 

Se mudaron a Londres, tras alquilar la casa de Preston a un pintor y a su familia, porque Belinda no quería que Gordon la vendiera. Gordon trabajaba intensa y felizmente en el proyecto del museo. Kevin tenía seis a?os y Melanie ocho. Melanie descubrió que Londres la intimidaba, pero a Kevin le encantó. Al principio, los dos ni?os estaban consternados porque se habían quedado sin sus amigos y su colegio. Belinda encontró un empleo a tiempo parcial en una peque?a clínica de animales en Camden, donde trabajaba tres tardes a la semana. Echaba de menos a las vacas.

 

Los días en Londres se convirtieron en meses y luego en a?os y, a pesar de algún revés presupuestario ocasional, Gordon estaba cada vez más entusiasmado. Se acercaba el día en que empezaría la primera fase del museo.

 

Una noche Belinda se despertó de madrugada y observó a su marido dormido a la luz amarillo sodio de la farola que había fuera, tras la ventana de su dormitorio. Las entradas se le pronunciaban cada vez más y estaba perdiendo el pelo de la parte de atrás de la cabeza. Belinda se preguntó cómo sería su vida cuando estuviera casada con un hombre calvo. Decidió que sería muy parecida a la vida que había llevado hasta entonces. Casi siempre feliz. Casi siempre buena.

 

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