Humo yespejos

EL REGALO DE BODA

 

Después de las alegrías y los quebraderos de cabeza de la boda, después de la locura y la magia de todo el acontecimiento (sin olvidar la vergüenza por el discurso del padre de Belinda al final de la cena, con proyección de diapositivas de familia y todo), después de que la luna de miel se hubiera acabado literalmente (aunque metafóricamente aún no) y antes de que sus nuevos bronceados se hubiesen atenuado en el oto?o inglés, Belinda y Gordon se pusieron manos a la obra para abrir los regalos de boda y escribir las cartas de agradecimiento: por cada toalla y cada tostadora, por el exprimidor y la máquina de hacer pan, por la cubertería y la vajilla y el juego de té y las cortinas.

 

—Bien —dijo Gordon—. Los objetos grandes ya están. ?Qué nos queda?

 

—Sobres con cosas dentro —dijo Belinda—. Cheques, espero.

 

Había varios cheques, unos cuantos vales para regalos e incluso un vale de diez libras de parte de Marie, la tía de Gordon, que era más pobre que las ratas, le dijo Gordon a Belinda, pero un encanto, y que le había enviado un vale para un libro cada a?o por su cumplea?os desde que tenía memoria. Y entonces, debajo de todo el montón, había un sobre grande marrón y sobrio.

 

—?Qué es? —preguntó Belinda.

 

Gordon abrió la solapa y sacó una hoja de papel de color de crema agria, rasgada por arriba y por abajo, con algo mecanografiado en una cara. Las palabras estaban escritas con una máquina de escribir manual, algo que Gordon no había visto desde hacía varios a?os. Leyó la página lentamente.

 

—?Qué es? —preguntó Belinda—. ?De quién es?

 

—No lo sé —dijo Gordon—. De alguien que aún tiene una máquina de escribir. No está firmada.

 

—?Es una carta?

 

—No exactamente —dijo él, y se rascó una aleta de la nariz y la volvió a leer.

 

—Bueno —dijo ella con voz exasperada (aunque no estaba exasperada de verdad; estaba contenta. Se despertaba por la ma?ana y comprobaba si aún estaba tan contenta como lo había estado cuando se fue a dormir la noche anterior o cuando Gordon la había despertado por la noche al rozarla o cuando ella le había despertado a él. Y sí lo estaba)—. Bueno, ?qué es?

 

—Parece que es una descripción de nuestra boda —dijo él—. Está muy bien escrita. Toma —y se la pasó.

 

 

En un día frío y despejado de principios de octubre Gordon Robert Johnson y Belinda Karen Abingdon prometieron amarse el uno al otro, ayudarse y honrarse mientras viviesen. La novia estaba radiante y preciosa, el novio estaba nervioso, pero se le notaba orgulloso y también contento.

 

Ella la examinó.

 

Así es como empezaba. Pasaba a describir la ceremonia y la fiesta con claridad y sencillez y de forma entretenida.

 

—Qué gracia —dijo ella—. ?Qué pone en el sobre?

 

—?La boda de Gordon y Belinda? —leyó él.

 

—?No hay ningún nombre? ?Nada que indique quién lo envió?

 

—No.

 

—Pues tiene mucha gracia y es un detalle —dijo ella—. Sea de quien sea.

 

Belinda miró dentro del sobre para ver si había algo que hubiesen pasado por alto, una nota de fuera cual fuese de sus amigos (o de Gordon, o de ambos) que lo hubiera escrito, pero no había nada, así que, ligeramente aliviada de que hubiera una nota de agradecimiento menos que escribir, volvió a poner la hoja de papel crema en el sobre, que puso en un archivador, junto a una copia del menú del banquete nupcial, los contactos de las fotos de la boda y una rosa blanca del ramo.

 

Gordon era arquitecto y Belinda era veterinaria. Para ambos lo que hacían era una vocación, no un trabajo. Tenían poco más de veinte a?os. Ninguno de los dos había estado casado antes, ni siquiera habían tenido una relación seria con otra persona. Se conocieron cuando Gordon trajo a su perro cobrador dorado, Goldie, una hembra de trece a?os, de hocico gris y medio paralizada, al consultorio de Belinda para que la matase. Había tenido a la perra desde que era un ni?o e insistió en estar con ella al final. Belinda le cogió la mano mientras él lloraba y entonces, de repente y de modo poco profesional, le abrazó, con fuerza, como si, estrujándole, pudiese quitarle el dolor y la pérdida y la pena. Uno le preguntó al otro si podían verse esa tarde en el bar del barrio para tomar una copa y, después, ninguno de los dos estaba seguro de quién lo había propuesto.

 

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