Puro (Pure #1)

Puro (Pure #1) by Julianna Baggott




Prólogo


Durante la semana que siguió a las Detonaciones sonó un zumbido constante. Costaba llevar la cuenta del tiempo. Los cielos se combaban bajo el peso de los bancos de nubes ennegrecidas por el aire cargado de ceniza y de tierra. Si pasó algún avión o aeronave, no podíamos saberlo; así de encapotado estaba el cielo. Tal vez vi, no obstante, una panza metálica, un brillo apagado de un armazón que bajó por un momento y luego desapareció. Tampoco se veía aún la Cúpula; ahora tan brillante sobre la colina, antes era solo un destello borroso en la distancia. Parecía cernirse sobre la tierra, como un orbe, una borla iluminada, desgajada del todo.

El zumbido provenía de una especie de misión aérea, y nos preguntamos si habría más bombas. Pero ?de qué servirían? No quedaba nada, todo había sido arrasado o tragado por las llamas. Había charcos oscuros de lluvia negra, y hubo quienes bebieron de esa agua y murieron. Teníamos las cicatrices a flor de piel, las heridas y las deformaciones en carne viva. Los supervivientes cojeaban en una procesión de muerte con la esperanza de encontrar un sitio que hubiese quedado en pie. Nos rendimos; fuimos descuidados y no buscamos refugio. Puede que algunos desearan que hubiese una operación de rescate; tal vez yo también.

Los que pudieron salir de los escombros lo hicieron. Yo no pude, había perdido la pierna derecha de rodilla para abajo y tenía las manos llenas de ampollas de utilizar una tubería por bastón. Tú, Pressia, solo tenías siete a?os y eras menuda para tu edad, aún con el dolor por la herida abierta de la mu?eca y las quemaduras que relucían en tu cara. Pero eras rápida. Trepaste a toda prisa por los restos para acercarte al sonido, atraída por aquel ruido imperioso que provenía del cielo.

Ahí fue cuando el aire tomó forma, cuando se hinchó poco a poco con un movimiento ondeante: un cielo de alas insólitas e incorpóreas.

Hojas de papel.

Tocaron tierra y se posaron alrededor de ti como copos de nieve gigantes, igual que aquellos que los ni?os recortaban en papeles plegados para pegarlos luego en las ventanas de las aulas, aunque oscurecidos ya por el aire y el viento cenicientos.

Cogiste uno, como hicieron todos los que pudieron hasta que no quedó ninguno. Me lo tendiste y te lo leí en voz alta.

SABEMOS QUE ESTáIS AHí, HERMANOS Y HERMANAS.

UN DíA SALDREMOS DE LA CúPULA PARA REUNIRNOS CON VOSOTROS EN PAZ.

DE MOMENTO SOLO PODEMOS OBSERVAROS DESDE LA DISTANCIA, CON BENEVOLENCIA.



?Como Dios —susurré—, nos observan como el ojo benevolente de Dios.?

No fui la única que pensó lo mismo. Y hubo quienes quedaron fascinados y quienes montaron en cólera. Todos, no obstante, seguíamos aturdidos, perplejos. ?Nos pedirían a alguno que traspasásemos las puertas de la Cúpula? ?Nos rechazarían?

Los a?os pasaron y se olvidaron de nosotros.

Al principio, sin embargo, las hojas de papel se convirtieron en un bien preciado, una especie de moneda de cambio… que no duró. El sufrimiento era demasiado grande.

Tras leer el papel, lo plegué y te dije: ?Me aferraré a él por ti, ?vale??.

No sé si me entendiste. Seguías distante y muda, con la cara tan inexpresiva y los ojos tan abiertos como los de tu mu?eca. En lugar de asentir con tu propia cabeza lo hiciste con la de la mu?eca, ya parte de ti para siempre. Cuando parpadeó, tú parpadeaste a la vez.

Así fue durante mucho tiempo.





Pressia


Armarios

Pressia está tendida en el armario. Así dormirá cuando cumpla los dieciséis a?os dentro de dos semanas: con la dureza del contrachapado presionándole la espalda, el aire cerrado y las motas de ceniza acumuladas. Tendrá que ser fuerte para sobrevivir a esto; fuerte, sigilosa y, por la noche, cuando la ORS patrulle las calles, invisible.

Empuja la puerta con el codo y ahí está el abuelo, acomodado en su silla junto a la puerta del callejón. El ventilador que tiene alojado en la garganta da vueltas sin hacer ruido; las peque?as aspas de plástico giran hacia un lado cuando inspira y hacia el otro cuando espira. Pressia está tan acostumbrada al ventilador que pueden pasar meses sin que se fije en él, hasta que llega uno de esos días, como hoy, en que se siente desapegada de su propia vida y todo la sorprende.

—Entonces, ?qué? ?Crees que podrás dormir ahí? —le pregunta el abuelo—. ?Te gusta?

Pressia detesta el armario pero no quiere herir sus sentimientos.

—Me siento como un peine en su estuche —se le ocurre decir.

Viven en la trastienda de una barbería quemada. Es una estancia peque?a con una mesa, dos sillas, dos palés viejos en el suelo —uno donde duerme ahora su abuelo y el suyo antiguo— y una jaula hecha a mano colgada de un gancho en el techo. Entran y salen por la puerta trasera del almacén, la que da al callejón. En el Antes, en ese armario se guardaban los enseres de la barbería: estuches de peines negros, frascos azules de Barbasol, botes de espuma de afeitar, toallas de mano dobladas en cuatro, baberos blancos para poner alrededor del cuello. Está convencida de que acabará so?ando con que es de color azul Barbasol y está atrapada en un frasco.

El abuelo empieza a toser, con el ventilador girando a todo trapo, hasta que se le pone la cara de color púrpura carmesí. Pressia baja del armario, corre hacia él y le da unas palmaditas en la espalda a la vez que le golpea las costillas. Ha sido la tos lo que ha hecho que la gente haya dejado de reclamar sus servicios. En el Antes el abuelo trabajaba en una funeraria y luego, con el tiempo, empezaron a llamarlo el Cosecarnes, pues aplicaba sus técnicas con los muertos a los vivos. Ella lo ayudaba a limpiar las heridas con alcohol, a disponer el instrumental y, en ocasiones, a sujetar a los ni?os cuando se revolvían de dolor. Ahora la gente cree que está infectado.

—?Estás bien? —le pregunta Pressia.

Poco a poco recobra el aliento y asiente: