Entrelazados

—Sólo necesito que todo el mundo se calle —pidió Aden—. ?De acuerdo? Por favor.

Hubo unos resoplidos. Y aquél era el máximo silencio que iba a conseguir.

Se obligó a concentrarse. A varios metros de distancia, la lápida se tambaleó hacia atrás, cayó al suelo y se hizo trozos. Había llovido aquella ma?ana, y las gotas de agua salpicaron en todas direcciones. Pronto se les unieron pu?ados de tierra que volaron por el aire mientras una repugnante mano de color gris salía del suelo. La luz del sol iluminaba la piel rezumante, los músculos podridos… incluso los gusanos que había alrededor de los nudillos hinchados.

Un muerto reciente. Magnífico. A Aden se le revolvió el estómago. Tal vez vomitara después de todo aquello. O mientras sucedía.

??Estamos a punto de cargarnos a ese idiota! ?Está mal que diga que me siento excitado??.

Y allí estaba Caleb, la cuarta de las voces. Si tuviera cuerpo, habría sido el tipo que hacía fotografías a las chicas en su vestuario, escondido entre las sombras.

Mientras Aden miraba, esperando el momento más adecuado para atacar, una segunda mano se unió a la primera, y ambas comenzaron a impulsar el cuerpo en descomposición fuera de su tumba.

Aden observó la zona. Estaba en el camino de un cementerio, en la cima de una colina de árboles frondosos que lo ocultaban de las miradas curiosas. Afortunadamente, parecía que la gran expansión de hierba y lápidas estaba desierta. Más allá había una carretera por la que pasaban algunos coches. Aunque los conductores fueran fisgones y no mantuvieran la atención puesta en el tráfico, no podrían ver lo que ocurría.

?Puedes hacerlo?, se dijo. ?Puedes. Lo has hecho más veces. Además, a las chicas les gustan las cicatrices?. Eso esperaba. Tenía muchas para pavonearse.

—Ahora o nunca.

Caminó hacia delante con decisión. Hubiera corrido, pero no tenía prisa por tocar la campanilla. Además, aquellos enfrentamientos siempre terminaban igual, fuera cual fuera la secuencia de los hechos: Aden magullado y roto, y mareado por la infección que provocaba la saliva podrida de los cuerpos. Se estremeció al imaginarse sus dientes amarillentos mientras lo mordían.

Normalmente, la batalla duraba sólo unos minutos, pero si alguien decidía ir a visitar a un ser querido durante esos minutos… Pasara lo que pasara, nadie podía verlo. La gente pensaría que era un profanador de tumbas, o un ladrón de cadáveres. Lo llevarían al centro de detención del pueblo, y lo ficharían como delincuente, que era lo que había ocurrido en todas las ciudades en las que había vivido.

Habría estado bien que se oscureciera el cielo, y que comenzara a llover torrencialmente y la lluvia lo ocultara, pero Aden no tenía suerte. Nunca la había tenido.

—Sí. Debería haber prestado más atención a donde iba.

Para él, pasear por un cementerio era el epítome de la estupidez. Con un solo paso, como aquel día, algún muerto se despertaría con hambre de carne humana.

Lo único que él deseaba era encontrar un lugar privado para relajarse. Bueno, tan privado como pudiera ser para un tipo que vivía con cuatro personas dentro de la cabeza.

Y hablando de cabezas, había una que asomaba por el agujero, balanceándose a derecha e izquierda. Tenía un ojo en blanco, inyectado en sangre. El otro ojo no estaba en su lugar, y en la cuenca vacía se veía el músculo que había debajo. Tenía calvas, las mejillas hundidas y la nariz colgándole de unos cuantos hilos de carne.

Aden sintió un ardor de bilis en el estómago y estuvo a punto de vomitar. Apretó los dedos alrededor de la empu?adura de la daga, y se apresuró. Casi había llegado. Aquella cara demacrada olisqueó el aire, y obviamente, le gustó lo que olía. De su boca comenzó a salir una saliva negra y tóxica, y su lucha por liberarse creció. Aparecieron los hombros. Rápidamente, siguió el torso.

Llevaba una chaqueta y una camisa, rasgadas y sucias. Entonces, era un hombre. Aquello le resultaba más fácil. Algunas veces.

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