Puro (Pure #1)

Pero luego está el destrozo en su cuerpo.

El cuello acaba en las clavículas, una de las cuales es una barra de acero que termina en un engranaje metálico en el hombro. Tiene el brazo de acero inoxidable, pero perforado como un colador, quizá para que resulte más ligero. En lugar de dedos, el brazo se estrecha en una bisagra con un cojinete de bolas donde iría la mu?eca y acaba en unas tenazas con dos puntas metálicas. El otro brazo termina en una prótesis que llega hasta por encima del codo; es de madera, delgada y barnizada, y la han labrado para que parezca una extremidad de verdad. Los dedos, muy delicados, están articulados por bisagras. Lo tiene todo sujeto por unas correas de cuero que lo unen con el hueso nudoso de su hombro.

Tampoco tiene piernas. Lleva una falda que le llega a la mitad de la pantorrilla y dejan a la vista unas prótesis esqueléticas, apenas dos tubos delgados como huesos que se juntan en los tobillos. Los pies parecen más unos pedales que otra cosa: están dentados y mellados por el uso.

Aunque le cuesta explicarlo, Pressia encuentra bonitas esas extremidades. A lo mejor es la visión de Bradwell de que hay belleza en las cicatrices y en las fusiones porque son se?ales de su supervivencia, algo que, si uno se para a pensarlo, es hermoso. En ese caso, alguien le ha construido los brazos y las piernas, ha soldado el metal, ha cosido las correas de cuero, ha rematado los tornillos y ha ideado la disposición de las perforaciones. La delicadeza, el cuidado y el amor con los que se han hecho saltan a la vista.

Su madre viste una camisa blanca con botones perlados y amarillos, a juego con la falda blanca, y Pressia no sabría decir dónde acaban las prótesis, igual que con su cabeza de mu?eca: ni empiezan ni terminan.

Los botones de la blusa de algodón suben y bajan. En algún punto de su interior hay unos pulmones y un corazón. El resto de los que vivieron en el búnker permanecieron allí durante las Detonaciones, pero su madre seguramente no. Por un momento Pressia se pregunta si estaba fuera intentando salvar a miserables… Una santa, tal y como Perdiz la había imaginado todos esos a?os.

Caruso pulsa un botón a los pies de la cápsula y la mampara se abre mediante algún tipo de mecanismo neumático. Perdiz se agarra al borde para no perder el equilibrio.

En ese momento Caruso se hace a un lado y dice:

—Os dejo para que habléis.

Pressia piensa: ??Aribelle Cording, se?ora Willux, madre?? ?Cómo tiene que llamarla?

Y entonces la mujer abre los ojos, grises como los de Perdiz, gris nube plomiza. Al ver la cara de su hijo, que está justo encima de la suya, alarga la mano de madera y le toca la mejilla.

—Perdiz —dice, y se echa a llorar.

—Sí. Estoy aquí.

—Ven —susurra—. Pega tu mejilla a la mía.

Y eso hace. Pressia se dice que la madre quiere sentir la piel de su hijo contra la suya.

Ahora están llorando los dos, en silencio. Y por un momento la chica se siente fuera de lugar, como si nadie la hubiese invitado, una intrusa. Perdiz se aparta de su madre y le dice:

—Y Sedge también está aquí, arriba en la superficie.

—?Sedge está aquí? —pregunta la madre.

—Y Pressia también.

—?Pressia? —dice la madre, como si nunca hubiese oído ese nombre, y puede que así sea. Al fin y al cabo no es su verdadero nombre; alguien se lo inventó. Ni siquiera ella conoce el auténtico.

—Tu hija —le dice Perdiz al tiempo que coge a su hermana del brazo y tira de ella hacia delante.

—?Cómo? —se extra?a la madre, que engancha las tenazas a una correa del interior de la cápsula y se incorpora en posición sentada. Mira a Pressia y la escruta confundida—. No puede ser.

La chica baja la cabeza, retrocede y se choca con la mesa con los aparatos. Una de las radios peque?as se vuelca y resuena contra el tablero de metal.

—Lo siento —dice Pressia, que extiende la mano y el pu?o de mu?eca para poner la radio bien—. Mejor me voy. Ha sido un error.

—No, espera —dice la madre se?alando la mu?eca.

Pressia se adelanta y su madre abre los dedos articulados. La chica levanta la cabeza de mu?eca y la pone en la palma de madera de la madre.

—Navidad —musita. Toca la nariz de la mu?eca, los labios, y luego mira a Pressia—. Tu mu?eca, la reconocería en cualquier parte.

La chica cierra los ojos; se siente como si estuviera abriéndose por dentro.

—Eres mía —dice la madre.

Pressia asiente.

La madre abre los brazos de par en par y Pressia se inclina sobre la cápsula para dejar que la apriete contra su pecho. Esta es su madre… la de verdad. Oye los latidos del débil corazón y cómo sube y baja su frágil caja torácica: está viva. Quiere contarle todo a lo que se ha estado aferrando, a sus recuerdos como cuentas de un collar. Quiere contarle todo sobre el abuelo y la trastienda de la barbería. Se acuerda de que tiene la campanita en el bolsillo de la sudadera. Se la dará a ella; no es que sea gran cosa, pero es algo tangible de lo que puede decir: ?Esta era mi vida pero ahora ha cambiado?.

—?Cómo me llamo?

—?No sabes cómo te llamas?

—No.

—Emi. Emi Brigid Imanaka.

—Emi Brigid Imanaka —repite Pressia. Le suena tan extra?o que no le parece un nombre, aunque los sonidos se entrelazan a la perfección.

La mirada de su madre recae en el colgante roto.

—Así que al final ha servido, después de tanto tiempo.

—?No lo infiltraste tú para que lo encontrase? —pregunta Perdiz.

—Infiltré tantas cosas… No podía esperar que ninguna de las miguitas de pan sobreviviesen a las explosiones, por eso dejé todas las que pude. ?Y esta funcionó!

—?Te acuerdas de la canción? —pregunta Pressia.

—?Qué canción?

—La de la mosquitera que se cierra de golpe y la chica del porche a la que se le levanta el vestido.

—Claro. —Y su madre le susurra entonces—: Estás aquí, me has encontrado. Te he echado tanto de menos… Llevo toda la vida echándote de menos.





Pressia


Tatuajes

Después de eso todo sucede muy deprisa.

—No tenemos mucho tiempo… por no decir nada —les advierte Perdiz.

—Vale —le dice Aribelle a Pressia—, quita la manta estampada de esa silla y tú, Perdiz, cógeme y ponme en ella.

Pressia sigue las instrucciones y aparta la manta estampada, debajo de la cual hay una silla de mimbre a la que han instalado unas ruedas hechas con círculos de hojalata recubiertos de caucho. Sobre el asiento tiene varios cojines de loneta.

—Estoy intervenida en ojos y oídos.

—?La Cúpula? —pregunta Aribelle.

Pressia asiente.

—?Qué es lo que quieren?

Perdiz levanta el frágil cuerpo de su madre de la cápsula y la sienta en la silla. Al hacerlo, todas las piezas rechinan.

—Quieren lo que tienes aquí —le explica Perdiz.

—En concreto los medicamentos. Creemos que eso es lo que más les interesa.