Puro (Pure #1)

Le sorprende ver la caja de su madre al lado —Aribelle Cording Willux—, que le hayan concedido un sitio. Al contrario que con Sedge, Perdiz piensa llevarse cualquier recuerdo de ella que encuentre, esté metido en una caja o no. Tira de la peque?a asa metálica, coge la caja y la lleva hasta la mesa estrecha que hay en medio de la fila. Levanta la tapa. No le ha hecho muchas preguntas a su padre sobre ella; sabe que lo incomodarían. Dentro de la caja encuentra una tarjeta de cumplea?os con globos y sin sobre que su madre le escribió por su noveno cumplea?os —aunque cuando murió él aún no había cumplido los nueve—, así como una cajita de metal y una vieja fotografía de ambos en la playa. Lo que más le fascina es lo reales que son esas cosas. Su madre debió de llevarlas a la Cúpula antes de las Detonaciones. A todos se les permitió llevar unos cuantos objetos peque?os, los que fuesen más especiales para ellos. Su padre, claro está, decía que era solo en caso de emergencia, una emergencia que según él era probable que nunca tuviese lugar. Su madre debió de llevar con ella las cosas de la caja.

Ella existió. Piensa ahora en las preguntas que le hizo su padre. ?Interfirió su madre en su codificación? ?Le dio unas pastillas? ?Sabía su madre más de lo que su padre había querido creer?

Abre la tarjeta y lee el mensaje escrito a mano:


Camina siempre en la luz. Sigue tu alma, que ojalá tenga alas. Tú eres la estrella que me guía, como la que se alzaba en Oriente y mostró el camino a los Reyes Magos. ?Feliz noveno cumplea?os, Perdiz! Te quiere, mamá.



?Sabía ella que no iba a estar con él en su noveno cumplea?os? ?Lo había planeado con anterioridad? Trata de oír las palabras con la voz de su madre. ?Así es como hablaba en los cumplea?os? ?De verdad era él la estrella que la guiaba? Toca los garabatos; apretó tanto al escribir que ahora él siente los surcos que dejó con el bolígrafo.

Coge la cajita de metal y ve que tiene un peque?o mecanismo de cuerda por detrás, junto a los goznes de la tapa. Al abrirla surgen unas cuantas notas: es una caja de música. Cierra la tapa rápidamente, con la esperanza de que todos estén demasiado inmersos en sus propios hallazgos como para haberse fijado.

Escondida bajo la caja de música, Perdiz encuentra una cadenita con un colgante, un cisne de oro con una piedra azul brillante por ojo. Al coger el collar, el colgante da vueltas. Si existió, ?no sería posible que todavía existiera? Vuelve a escuchar la voz de su padre: ?Tu madre siempre ha sido muy problemática…? Siempre ha sido.

Perdiz sabe que tiene que pasar al otro lado. Si existe —si hay la más mínima esperanza—, tiene que intentar encontrarla.

Mira a ambos lados de la fila: no hay nadie. Coge todas las pertenencias, a toda prisa se las guarda una por una en los bolsillos de la chaqueta y luego devuelve la caja a su hueco, metal contra el metal y un chirrido final.





Pressia


Reunión

La sala donde se reúnen es peque?a y estrecha. Solo hay una docena de personas, todas de pie, y en cuanto ven bajar a Pressia por la escalera se mueven y refunfu?an, molestos de que haya venido a quitarles el sitio. La chica se imagina que debe de fastidiarles tener que compartir la comida con otra persona más. En la estancia huele como a vinagre. Nunca ha comido sauerkraut pero el abuelo se lo ha descrito, le ha contado que es una comida alemana, y se pregunta si será eso lo que van a comer.

El chico que ha aparecido por la trampilla se aposta en la pared del fondo. Pressia tiene que hacerse un hueco en el corro para poder verlo bien. Es ancho y musculoso. La camisa azul que lleva tiene varios desgarrones y está gastada por los codos. Donde faltan botones ha hecho agujeros en la tela y los ha atado con cordel.

Ahora recuerda la primera vez que lo vio. Regresaba a casa por el callejón, un día que había ido a rebuscar, cuando oyó unas voces por la ventana. Se detuvo para mirar por ella y vio a ese chico —con dos a?os menos que ahora pero aun así fuerte y nervudo— tumbado a un lado de la mesa mientras el abuelo trabajaba inclinado sobre su cara. Aunque la escena era borrosa a través del cristal cuarteado, está convencida de que vio el rápido aleteo de los pájaros alojados en su espalda: unas plumas grises alborotadas y el destello veloz de un par de patitas naranjas acurrucadas bajo una barriga con pelusilla. El chico se incorporó y se puso la camisa. Pressia fue hasta la puerta y se quedó allí sin ser vista. El muchacho no llevaba dinero y se ofreció para volver y llevarle un arma como pago al abuelo, que le dijo, en cambio, que se la quedara: ?Necesitas protegerte. Además, dentro de un tiempo tú serás más fuerte y yo más viejo y más débil. Prefiero que me debas un favor?. ?No me gusta deber favores?, repuso el chico. ?Qué pena, porque eso es lo que yo necesito?, insistió el abuelo. Acto seguido el muchacho se fue a toda prisa y cuando dobló la esquina se chocó con Pressia, que estaba allí apostada. Cuando se cayó hacia atrás él la cogió de la mano. La había agarrado por el brazo del pu?o de cabeza de mu?eca y, al notarlo, le dijo: ?Perdón?. ?Por chocarse con ella o por su deformación? Pressia se zafó de su mano y le dijo: ?Estoy bien?. Pero, en realidad, se sentía avergonzada porque probablemente se había dado cuenta de que lo había estado espiando.

Y ahora ahí está, el chico al que no le gusta tener deudas pendientes pero que le debe un favor a su abuelo; el chico de los pájaros en la espalda.

La reunión da comienzo.

—Hoy tenemos a alguien nuevo entre nosotros —dice el chico se?alando a Pressia.

Todos se vuelven para mirarla; como todo el mundo, tienen cicatrices, quemaduras, grandes trozos de tejido cicatrizado rojo y nudoso, casi como cuerdas. Una de las caras culmina en una mandíbula con una capa de piel retorcida, tan rugosa que parece la corteza de un árbol. Solo reconoce una cara, la de Gorse, el chico que desapareció hace unos a?os junto con su hermanita Fandra. Pressia la busca con la mirada, su fino pelo dorado y su mu?ón en el brazo izquierdo. A veces bromeaban sobre que eran perfecta la una para la otra: Fandra tenía bien la mano derecha y Pressia la izquierda. No la ve, sin embargo. Gorse cruza la mirada con ella pero la aparta. Su presencia tiene aturdida a Pressia. El movimiento clandestino… tal vez no solo existe, también funciona. Ahora sabe que al menos uno ha sobrevivido, y además el resto de personas de la habitación parecen mayores que ella. ?Será esto la clandestinidad? ?Será el chico de los pájaros en la espalda su cabecilla?

?Y qué ven cuando la miran a ella? Pega la cabeza al pecho para esconder la cicatriz en forma de media luna y se tira de la manga del jersey para cubrir la cabeza de mu?eca. Saluda con un gesto al grupo, deseando que aparten pronto la mirada.

—?Cómo te llamas? —le pregunta el chico de los pájaros en la espalda.

—Pressia —responde, pero al instante se arrepiente. Ojalá hubiese usado un nombre falso. No sabe quién es esa gente; ha sido un error, ahora lo comprende claramente. Quiere irse pero se siente atrapada.

—Pressia —repite el chico entre dientes, como si practicara la pronunciación del nombre—. Bien —le dice al grupo—, empecemos.

Otro muchacho del corro levanta la mano. Tiene la cara parcialmente descompuesta por las infecciones donde el metal de su mejilla —algo que en otros tiempos era cromo pero ahora está oxidado— se une a la piel fruncida. Una parte de piel está bastante purulenta: si no se echa un ungüento anti-biótico podría morir. Ha visto a otra gente morir de infecciones como esa. A veces venden el remedio en los puestos del mercado, pero no siempre, y además es caro.

—?Cuándo nos vas a dejar ver lo del baúl? —pregunta.

—Cuando acabe, como siempre, Halpern. Ya lo sabes.

Halpern mira a su alrededor, avergonzado, y se rasca una costra de la mejilla.