Cada hombre es una raza

—Pero, mesire, usted me cortó casi todo por delante. ?Se ha fijado hasta dónde me llega ahora la frente?

 

—?Qué dice, si en la frente apenas le he tocado? Hable con su padre o su madre y pregúnteles por qué le han dado esa forma a su cabeza. Yo no tengo la culpa.

 

Los quejicas se juntaban, lamentando la doble calvicie. En ese momento el barbero filosofaba sobre las desgracias capilares:

 

—?Saben por qué una persona se queda calva? Por usar el sombrero de otro. Por eso una persona se queda calva. Yo, por ejemplo, no uso una camisa que no sé de dónde viene. Ni, mucho menos, unos pantalones. Fíjense: mi cu?ado compró calzoncillos de segunda mano y miren cómo está ahora...

 

—Pero, mesire, yo no puedo pagarle este corte.

 

—No necesita pagar. Y tú, dile a tu primo Salom?o que pase aquí ma?ana: voy a devolverle sus cuartos. Ah, el dinero, el dinero...

 

Y era así: un cliente descontento tenía derecho a no pagar. Beruberu sólo cobraba las satisfacciones. Desde la ma?ana hasta el anochecer, el cansancio le pesaba en las piernas.

 

—Rayos, desde la ma?ana, dale que te pego. ?Ya es demasiado! La vida es dura, Gaspar Vivito.

 

Y se sentaban los dos. El maestro en la silla, el ayudante en el suelo. Era el ocaso de mesire, hora de meditar sus tristezas.

 

—Vivito, me temo que no estás enterrando bien los pelos. Parece que el pajarito n'uantché-cuta me está robando los clientes.

 

El muchachito respondía solamente con unos sonidos sofocados, se defendía en una lengua que sólo era de él.

 

—Cállate, Vivito. Fíjate a ver si hemos hecho mucho dinero.

 

Vivito agitaba la caja de madera y dentro tintineaban las moneditas. La risa se extendía por el rostro de ambos.

 

—?Qué bien suenan! Mi negocio va a crecer, palabra de honor. Hasta estoy pensando en poner teléfono. Puede ser que en el futuro lo cierre al público. ?Eh, Vivito? Trabajar sólo por encargo. ?Me oyes, Vivito?

 

El ayudante observaba al patrón, que se había levantado. Firipe discurría alrededor de la silla, disfrutando el futuro. Después el barbero encaraba al lisiado y era como si su sue?o rompiera las alas y cayese en aquella arena oscura.

 

—Vivito, tú deberías preguntar ahora: pero ?cerrar cómo, si este lugar no tiene paredes? Eso es lo que deberías decir, Gaspar Vivito.

 

Pero no era acusación, su voz estaba ya por los suelos. Y él se acercaba a Vivito y dejaba que su mano suspirara sobre la cabeza bamboleante del muchacho.

 

—Veo que ya te hace falta un corte de pelo. Pero no te estás con la cabeza quieta, siempre pendulando.

 

Con dificultad, Gaspar se subió a la silla y se ató el babero al cuello. El mozo, angustiado, se?aló hacia la oscuridad que había alrededor.

 

—Todavía da tiempo de echarte unos tijeretazos. Ahora quédate quietecito para terminar cuanto antes.

 

Y los dos se perfilaban bajo el gran árbol. Todas las sombras ya habían muerto a esa hora. Los murciélagos rayaban el cielo con sus gritos.

 

ése era el momento en que la vendedora Rosita pasaba por ahí, de regreso a casa. Ella aparecía y el barbero se quedaba en suspenso, todo él absorto en su mirada ansiosa.

 

—?Has visto a esa mujer, Vivito? Guapa, demasiado guapa. Suele pasar por aquí a esta hora. A veces pienso si no me entretengo a propósito: arrastrar el tiempo hasta el momento en que ella pasa.

 

Sólo entonces el mesire confesaba estar triste, otro Firipe sobrevenía. Pero se confesaba a nadie: así callado, ?entendería Vivito la tristeza del barbero?

 

—Sí, Vivito, estoy cansado de vivir solo. Hace tiempo mi mujer me abandonó. La muy zorra me dejó por otro. Pero también tuvo que ver este oficio de barbero. Uno está aquí atado, no se puede salir a echar un vistazo a ver qué pasa en casa, para controlar la situación. El resultado es éste.

 

Entonces él disimulaba su inquina. Se quitaba aquel peso metiéndose con los animales. Apedreaba las ramas, intentando darle a los murciélagos.

 

—?Malditos animales! ?No se dan cuenta de que ésta es mi barbería? Este local tiene due?o, es propiedad del maestro Firipe Beruberu.

 

Y ambos corrían tras los imaginarios enemigos. Acababan tropezando, sin ánimo ya para enfadarse. Y, cansados, esbozaban jadeantes una ligera sonrisa, como si perdonaran al mundo aquella ofensa.

 

Ocurrió un día. La barbería continuaba su somnolienta tarea y esa ma?ana, como todas las otras, se sucedían las dulces charlas. Firipe explicaba el letrero que indicaba la tasa extra por dormida.

 

—Sólo pagan los que se duerman en la silla. Sucede demasiado con ese gordo, Baba Afonso. En cuanto le pongo la toalla empieza a cabecear. A mí no me gusta eso. No soy mujer de nadie para adormecer cabezas. Esto es una barbería seria...

 

Fue entonces cuando aparecieron dos extra?os. Sólo uno entró en la sombra. Era un mulato, casi blanco. Las conversaciones se desvanecieron bajo el peso del miedo. El mulato se dirigió al barbero y ordenó que le mostrase los documentos.

 

—?Por qué los documentos? ?Yo, Firipe Beruberu, soy sospechoso?

 

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