Cada hombre es una raza

Cada hombre es una raza by Mia Couto

 

 

 

 

Al ser interrogado sobre su raza, respondió:

 

— Mi raza soy yo, Juan Pajarero.

 

Al pedírsele que explicara eso, a?adió:

 

— Mi raza soy yo mismo.

 

La persona es una humanidad individual.

 

Cada hombre es una raza, se?or policía.

 

(Fragmento de las declaraciones

 

del vendedor de pájaros.)

 

 

 

 

 

Rosa Caramela

 

 

 

Encendemos pasiones en la mecha del propio corazón.

 

Lo que amamos es siempre lluvia, entre el vuelo de la nube y la prisión del charco.

 

Al final somos cazadores que a sí mismos se hieren con su azagaya.

 

En el lanzamiento certero va siempre algo de quien dispara.

 

 

 

 

 

De ella se sabía muy poco. Se conocía así, jorobada-gibosa desde ni?a. La llamábamos Rosa Caramela. Era de esas a quienes se les pone otro nombre. El que tenía, por naturaleza, no servía. Rebautizada, parecía más a tono como ser de este mundo. De ella no queríamos aceptar parecidos. Era Rosa. Subtítulo: la Caramela. Y nos reíamos.

 

La jorobada era un mezcla de todas las razas. Su cuerpo cruzaba muchos continentes. La familia se había alejado, apenas la hubo entregado a esta vida. Desde entonces, el escondrijo de ella no era un lugar para ser visto. Era una casucha hecha de piedra espontánea, sin cálculo ni plomada. En ella, la madera no había ascendido a ser tabla: seguía siendo tronco, pura materia. Sin cama ni mesa, la jorobada no se atendía a sí misma. ?Comía? Nunca nadie le vio sustento alguno. Incluso sus ojos le eran insuficientes por esa falta de querer, un día, ser mirados, con ese redondo cansancio de haber so?ado.

 

A pesar de todo, su cara era bonita. Excluyendo su cuerpo, era capaz de despertar deseos. Pero si por detrás la observaran entera, enseguida se anularía tal lindura. Nosotros la veíamos que vagaba por las aceras, con sus pasitos cortos, casi juntos. En los jardines, ella se entretenía: hablaba con las estatuas. De las enfermedades que padecía, ésa era la peor. Todo lo demás que hacía eran cosas con un silencio escondido, nadie veía ni nadie oía. Pero eso no, nadie podía admitir que parlotease con estatuas. Porque el alma que ella ponía en esas charlas llegaba incluso a asustar. ?Quería curar la cicatriz de las piedras? Con maternal inclinación, consolaba a cada estatua.

 

—Espera yo te limpio. Voy a quitarte la suciedad, es suciedad de ellos.

 

Y pasaba una toalla, inmundísima, a esos cuerpos petrimuebles. Después volvía a tomar los atajos, iluminándose a intervalos en el círculo de cada poste.

 

De día nos olvidábamos de su existencia. Pero, en las noches, el claro de luna nos confirmaba su silueta tortuosa. La luna parecía pegársele a la jorobada, como moneda en mano avara. Y ella, frente a las estatuas, cantaba con ronca e inhumana voz: les pedía que salieran de la piedra. So?aba demasiado.

 

Los domingos ella se recogía, nadie podía verla. La vieja desaparecía, celosa de los que llenaban los jardines, alterando el sosiego de su territorio.

 

De Rosa Caramela, finalmente, no se buscaba explicación alguna. Sólo un motivo se contaba: cierta vez, Rosa se había quedado con las flores en la mano, inmóvil a la entrada de la iglesia. El novio, ese que tenía, tardó en llegar. Tardó tanto que nunca llegó. El le había advertido: no quiero ceremonias. Vamos tú y yo, solamente los dos. ?Testigos? Sólo Dios, si estuviera desocupado. Y Rosa suplicaba.

 

—Pero ?mi sue?o?

 

Toda la vida ella había so?ado con la fiesta. Sue?o de brillos, cortejo e invitados. Sólo ese momento era suyo, ella una reina, preciosa como para despertar envidia. Con el largo vestido blanco y el velo disimulando su espalda deforme... Afuera, mil bocinas. Y ahora, el novio le negaba la fantasía. Se deshizo de sus lágrimas, ?para qué otra cosa sirve el dorso de las manos? Aceptó. Que fuera como él quisiera.

 

Llegó la hora, pasó la hora. El no vino ni llegó. Los curiosos se fueron, llevándose sus risas, sus mofas. Ella esperó y esperó. Nunca nadie esperó tanto tiempo. Sólo ella, Rosa Caramela. Se acurrucó en el consuelo del pelda?o, la piedra sosteniendo su universal desencanto.

 

Mia Couto's books