Cada hombre es una raza

Los días pasaron. Casi dejé de ver a mi tío. El salía muy temprano, ocupado en sus secretos. No debían de ser cosas válidas, seguro. Entretanto yo paseaba con Zabelani. Con el andar del tiempo, yo reconocía el aviso de Gueguê. Aquella chica me obligaba a urgentes aplazamientos. Con ella yo sentía vértigos: yo quería mucho, pero poco sabía. Todo mi cuerpo so?aba pero temía las ocasiones. ?Sería aquel amor un estado de infinita llegada? ?O será que, de nuevo, Fabi?o Gueguê lo ratificaba: la mujer de nuestra vida es siempre futura?

 

En la tarde de un sábado, llevé a Zabelani hacia uno de esos lugares solamente míos. Caminábamos por debajo de los cocoteros, vagábamos por entre sus cuellos oscilantes. La brisa animaba las copas: yendo y viniendo de aquí para allá. En el pastizal, los bueyes erraban mientras las garzas soltaban súbitos destellos blancos en el paisaje. Siempre de espaldas, ella se fue acercando, acurrucando. Hasta que todas sus formas se acomodaron a mi cuerpo. Yo sentía que la piel llegaba a los nervios. Entonces ella dejó caer la falda y, con las pausas de la luna, rodó hasta enfrentarme. El instante fue profundo, casi eterno. Además del río, sólo se oía nuestra respiración.

 

Cuando regresamos, el tío Gueguê me llamó hacia un rincón. Yo esperaba sus reproches, pero él se demoraba, masticando un brizna de hierba.

 

—?Estás follando con esa vieja?

 

—Tío, no hables así...

 

—Claro que sí —y escupió—: ?Putas!

 

Y enseguida ordenó a Zabelani preparase sus cosas. Se la llevaba de ahí, la separaría de mí, la pondría en un lugar sólo por él conocido. Pero solté toda mi furia, toda con un griterío. Mi tío me desconocía. Maldije sus bribonadas, su acostumbrada fuga del trabajo. Incluso lo quise agredir, pero él me agarraba los brazos. A decir verdad, yo profería más llanto que palabras. El bajó mis manos, sujetándome a mí mismo. Cansado de lloriquear, me calmé. Nos sentamos, una triste sonrisa llegó a su rostro. El enojo había recogido su malestar, el aire se reblandecía.

 

—?Sabes, hijo mío? Te lo voy a decir: el trabajo es una cosa muy infinita.

 

El endulzaba su entendimiento —que aquello, en él, ni pereza era—. El sólo estaba sacando partido de los deleites del mundo sin desperdiciarlos. Que no juzgara mal sus ahorros: en esta vida sufren quienes están presentes. La ventaja del ausente es que nunca se altera.

 

—Mira, sobrino: un buey. Dentro del agua ?un buey nada? No, él sólo holgazanea en la corriente. La destreza del buey es llevar el agua a trabajar en su viaje.

 

Sonreí, somnoliento. Esa es la garantía del llanto, dar un cansancio total. Después, ya no nos importa. Gueguê se iba a llevar a aquella que amaba. Pero yo ya no me oponía. Rendido a mis párpados, me quedaba sólo un rayo de luz en el alma.

 

—Eso, sobrinito: duerme. Porque ma?ana, muy temprano, te voy a ense?ar como se las puede arreglar uno en esta vida.

 

Gueguê me despertó muy temprano. Ordenó que me lavara y me preparase. Miré alrededor: ya se habían llevado a Zabelani. Me contuve, sin valor para preguntar. Ni la cara de Gueguê podía darme ánimo. Me senté, lo escuché. Su plan era sencillo: tú vas a casa de tía Carolina, asaltas el gallinero, robas gallinas. Después, prendes fuego a la trasera.

 

—Pero, tío...

 

—Vete, no tardes.

 

El agregó: quello era el comienzo. Seguirían otras cosas. Yo debía generar confusión, divulgar el miedo. Gueguê se sentía ancho, crecía dentro del uniforme, lleno de poder.

 

—Pero, tío, un se?or, un miliciano, como puede...

 

—?Tú piensas que la milicia existe mientras hay paz?

 

Yo me negué. Primero sufrí sus amenazas. Si yo no la hacía, debería atenerme a las consecuencias. Que no me olvidase que él custodiaba el destino de Zabelani. Después, escuché sus promesas: si yo aceptaba, no habría de qué lamentarse.

 

Partí, me fui sin mí. Realice maldades, tantas que ya no me recordaba las primeras. Al cabo de vastas crueldades, yo ya me temía. Porque lo hacía casi con gusto, me enorgullecía.

 

De esas maldades me quedaba una sorpresa: yo nunca sentía arrepentimiento. Era acostarse y dormir. Al final, ?dónde estaba mi conciencia? El tío respondía:

 

—No hay buenos en este mundo. Hay sólo malvados con pereza.

 

Sea Gueguê y hágase su palabra. Porque, al fin y al cabo, ?acaso puede haber bondad en un mundo que ya no espera nada? Siempre me lo repetí: existen los que quieren, existen los que esperan. En el barrio ya no había ahora ni querer ni espera.

 

Finalmente, se explicaba el sue?o de mi madre. Aquello ni sue?o fue, fue un espejismo de sue?o. Yo, a fin de cuentas, había nacido sin principios, sin ningún amor. ?Cómo pretendía mi madre instruir mi tardío corazón? Tal vez Zabelani pudiera aún endulzar mi carácter. Pero mi tío no quería oírme hablar de eso. Los amores debilitan al hombre, a ti te serán dadas otras tareas, más difíciles misiones. Pasado un tiempo, mi tío me entregó un fusil. Miré el arma, olí el ca?ón, el perfume de la muerte.

 

—Te llevas un lienzo, te tapas la cara. No deben saber quién eres.

 

Gueguê no era castigado por la conciencia. Todo era ligero como su vigente risotada:

 

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