Cada hombre es una raza

—Me van a dar entrenamiento, ?sabes?

 

Hablaba. Aún así, me asaltaron más dudas. ?Sería posible que se entregara la llave de la puerta al propio ladrón? ?Cómo podía ser él un defensor de la Revolución?

 

—?Y ahora —pregunté—, lo llamo camarada, tío?

 

Debes comprender, respondió. No se pude quedar uno peque?o toda la vida. ?Sabes quién me escogió? Fue el secretario, él mismo. Me conoce desde peque?o, somos primos, casi familiares. Y terminó con amenazas: ahora esos tipos van a saber quién soy yo, Fabi?o Gueguê.

 

En la tarde siguiente, él partió. Fue al entrenamiento, al cuartel de los milicianos. Se quedó allí algunas semanas, volvió sin saber mayores artes. Ni disparar sabía. Sólo marchaba: shote-kulia, shote-kulia.

 

Tenía el cuerpo hecho polvo por las fatigas que le impusieron. El me miró, suspiró hondo. Después se acostó y cerró los ojos.

 

—Tío, ?va a dormir así? Al menos quítese el uniforme.

 

—Cállate la boca. Si me cansé con el uniforme, debo también descansar con él.

 

Me mandó calentar té. No quería dormirse con el estómago despierto. Así como estoy, no distingo las espaldas de la barriga, se lamentaba.

 

—No puedo hacer el té, tío. No hay hojas.

 

—No importa, lo tomamos así: té de agua.

 

Pero cuando el agua hirvió el ya dormía. También yo me dormí cuando atisbé sombras. De la silueta salió una mujer con el pareo sobre su espalda. Protegió el rostro con su brazo, tosió por el humo que subía de la hoguera. Cuando advirtió mi presencia, apuntó hacia el suelo:

 

—?El que está ahí es Gueguê?

 

Asentí. Ella se preparaba para sacudir al durmiente pero yo, presintiendo el enojo, me adelanté:

 

—No lo despierte, se?ora. El está un poco enfermo.

 

Ella volvió la cabeza. Sus mejillas enteras se encendieron con la luz. Entonces vi que no era una se?ora. No pasaba de ser una muchacha de mi edad. Era bella, con ojos como para despertar deseos y el cuerpo a flor de piel.

 

—Me llamo Zabelani.

 

Era due?a de su nombre. Hablaba con un susurro, parecía una voz nacida de alas, no de garganta. Mi tío debía de estar despierto pero no se movió. Estaba quieto con la apariencia de un difunto. La chica decidió sentarse. No imaginaba yo aquella habilidad para sentar tan redondo cuerpo en una mínima cajita de madera. El asiento se balanceaba sin rechinar.

 

—Y tú ?quién eres?

 

—Soy sobrino de Gueguê.

 

Hizo una pausa, como ausente. Restregándose los brazos me pidió que alimentara la hoguera. El fuego tiene frío, dijo:

 

—?Vienes a quedarte con nosotros? —le pregunté.

 

Sí, ése era su propósito. Ella me explicó: venía huyendo de los terrores del campo. El mundo allá se acababa, en flagrante suicidio. Sus padres habían desaparecido en un anónimo paradero, raptados por salteadores. Todo aquello lo contaba sin el desliz de la más breve lágrima.

 

—Ahora vengo a quedarme aquí, Gueguê es mi tío también.

 

Preparé un estera, le di una cobija. Se durmió inmediatamente. La ma?ana estaba avanzada y ella dormía aún. El tío Gueguê contemplaba el cuerpecito ovillado y movía la cabeza:

 

—Esta ni?a te hará perder el juicio, muchacho.

 

Sentenciaba: bastan dos árboles para obstruir el camino. Vosotros dos juntos me vais a traer problemas. Mientras desayunábamos, él me aconsejaba con vagas expresiones. Es el mar, decía, el que hace la redondez de las islas. La belleza de esa ni?a, sobrino, eres tú quien la pone. Las mujeres son muy extensas, uno las viaja, uno siempre se pierde en ellas.

 

—Pero, tío: ni siquiera he mirado a esta ni?a.

 

Gueguê proseguía. Que frecuentase la cantidad y la variedad. Pero que nunca, nunca me pusiese en gastos con ninguna mujer. Tanto por la arras como por las modernas tradiciones, yo debía de evitar los anillos. La mejor familia ?cuál es? Son los desconocidos parientes de los extra?os. Sólo ésos valen. Respecto a los otros, intrafamiliares, nacemos ya con deudas. El tío Gueguê negaba los valores de la tradición, el lazo de la familia, avecinando las existencias.

 

Mia Couto's books