El accidente

También había por allí un informe muy preliminar del Cuerpo de Bomberos de Milford sobre cuál podría haber sido la causa del incendio, hacía una semana, de la casa que estábamos construyendo para Arnett y Leanne Wilson en Shelter Cove Road. Le eché un vistazo, lo leí por encima hasta el final y, quizá por centésima vez, releí: ?Los indicios apuntan a un fuego originado en el área del cuadro eléctrico?.

 

Se trataba de una edificación de dos plantas y tres habitaciones, construida en el solar de una antigua casa de planta baja de después de la Segunda Guerra Mundial, que un fuerte viento del este podría haber derrumbado si no hubiéramos aparecido antes nosotros con la bola de demolición. El fuego se había iniciado poco antes de la una de la tarde. La casa ya tenía acabada toda la estructura y las paredes; el tejado estaba colocado; el cableado eléctrico, instalado; y estábamos terminando con la fontanería. Doug Pinder, mi ayudante, y yo estábamos usando las tomas de corriente recién instaladas para alimentar un par de sierras de mesa. Ken Wang, nuestro chino de acento sure?o —sus padres habían emigrado de Pekín a Kentucky cuando él no era más que un bebé, y nosotros todavía nos tronchábamos de risa cuando soltaba sus ?sure?adas?—, y Stewart Minden, nuestro aprendiz de Ottawa, que desde hacía unos meses vivía con unos parientes en Stratford, estaban en el piso de arriba decidiendo dónde tenía que ir el cableado del cuarto de ba?o principal.

 

Doug fue el primero en oler el humo. Entonces lo vio, subiendo desde el sótano.

 

Yo les grité a los de arriba, a Ken y a Stewart, que salieran de allí pitando. Bajaron a saltos la escalera sin enmoquetar y salieron con Doug a toda velocidad por la puerta.

 

Entonces yo hice algo muy, pero que muy estúpido.

 

Fui corriendo a mi furgoneta, cogí un extintor que llevaba siempre detrás del asiento del conductor y volví corriendo a la casa. Cuando había bajado la mitad de la escalera del sótano, el humo ya era tan denso que no me dejaba ver nada. Llegué hasta el último escalón pasando la mano por la barandilla provisional de listones para guiarme, pensando que, si empezaba a rociar a ciegas con el extintor, seguro que daría con el foco del incendio y salvaría la casa.

 

Tonto de verdad.

 

Inmediatamente me puse a toser, los ojos empezaron a escocerme. Cuando me di la vuelta para retroceder y subir por la escalera, no fui capaz de encontrarla. Estiré la mano que tenía libre y empecé a moverla de un lado a otro, buscando la barandilla.

 

Toqué algo más blando que la madera. Un brazo.

 

—Vamos, estúpido hijoputa —tosió Doug, agarrándome con fuerza. Estaba en el último escalón y tiró de mí hacia arriba.

 

Salimos juntos por la puerta de entrada, tosiendo y moviendo los brazos para apartar el humo, cuando el primer camión de bomberos doblaba la esquina. Unos minutos después, las llamas se habían tragado toda la casa.

 

—No le digas a Sheila que he entrado —le pedí a Doug, respirando aún con pitidos—. Me matará.

 

—Y con toda la razón, Glenny —dijo Doug.

 

Aparte de los cimientos, de la casa no quedó mucho más en pie cuando el fuego se extinguió. Todo estaba ya en manos de la compa?ía de seguros y, si ellos no se hacían cargo del accidente, los miles de dólares que costaría la reconstrucción tendrían que salir de mi bolsillo. Así que no era de extra?ar que me pasara las noches en vela, mirando al techo durante horas enteras.

 

Nunca antes había sufrido un revés como ese. Perder un proyecto por culpa del fuego no solo me había asustado; había minado la confianza en mí mismo. Si algo me caracterizaba, era el hacer las cosas bien, un trabajo de calidad.

 

—Estas cosas pasan —me había dicho Doug—. Hay que superarlo y seguir adelante.

 

Yo no estaba de un ánimo tan filosófico. Además, no era el nombre de Doug el que se leía en el lateral de la furgoneta.

 

Pensé que a lo mejor me vendría bien comer algo, así que metí el plato de lasa?a en el microondas. Me senté a la mesa de la cocina y fui picando. La parte de dentro seguía fría, pero no tuve fuerzas para volver a calentarla. La lasa?a era una de las especialidades de Sheila y, de no ser por el hecho de que tenía tantas cosas rondándome la cabeza, la habría devorado en cuestión de segundos, incluso fría. Cada vez que la hacía, siempre en su fuente de horno naranja oscuro (Sheila diría que era ?color palosanto?), teníamos para dos o tres sentadas, así que volveríamos a cenar lasa?a dentro de un par de noches, y puede que incluso la comiéramos también el sábado a mediodía. A mí no me importaba en absoluto.

 

Me comí menos de la mitad, volví a taparla y guardé el plato en la nevera. Kelly ya se había metido en la cama y tenía la luz de la mesita encendida cuando me asomé a su cuarto. Estaba leyendo un libro de los del Diario de Greg.

 

—Apaga la luz, cari?o.

 

—?Ya ha llegado mamá? —preguntó.

 

—No.

 

—Es que tengo que hablar con ella.

 

—?De qué?

 

—De nada.

 

Asentí. Cuando a Kelly se le metía algo en la cabeza, normalmente era con su madre con la que quería hablar. Aunque solo tuviera ocho a?os, ya se hacía preguntas sobre chicos, el amor y los cambios que sabía que le llegarían dentro de poco tiempo. Tenía que admitir que nada de eso era mi especialidad.

 

—No te enfades —me dijo.