Cuando no queden más estrellas que contar

—Pero...

—Tú deberías entenderlo mejor que nadie; si no, ?por qué volviste de Londres? Ya lo habías conseguido, escapaste —repuso con una expresión torturada que le nublaba los ojos.

Mi respiración se aceleraba por momentos, mientras su mirada se anudaba a la mía. En ella vi un miedo descomunal, que la conectaba al mío propio. A todo aquello que estaba sintiendo y que nos unía, porque era imposible no darse cuenta de ese lazo, mucho más fuerte que el sanguíneo, y que nos ataba la una a la otra.

éramos dos versiones de una misma historia.

Animales adiestrados que temían la mano de su due?o, aun siendo más fuertes que esa mano. Obedientes a la espera de una caricia. Temerosos del castigo. Agradecidos cada vez que les lanzaban un trozo de amor podrido, porque el dolor del hambre era mucho peor que el que provocaba esa migaja envenenada.

La ira, el rencor que sentía, fue evaporándose en oleadas y lo único que quedó fue mi propia vulnerabilidad, tan frágil como la suya.

Aparté la mirada y contemplé el mar. No sé qué me hizo plantearle la siguiente pregunta.

—?Te gustaba bailar?

—Al principio sí, cuando era divertido y me hacía sentir especial. Luego ella lo convirtió en un infierno y acabé odiándolo.

—?Por qué Olga es así?

Ella negó con un gesto y sus hombros se encogieron un poco.

—Mi madre no es una buena persona, Maya. Esa es la verdad. —Yo emití un peque?o sollozo, porque sabía que tenía razón—. Cuesta aceptarlo, lo sé. Yo he tardado a?os en hacerlo. Olga nunca ha querido a nadie, salvo a sí misma, y ha actuado en consecuencia sin ningún remordimiento ni reparo. Gestar un hijo, parirlo, solo es un proceso biológico que no garantiza el amor. Es el instinto el que hace que una madre proteja y cuide a su hijo cuando se lo ponen en los brazos, y no todas las madres poseen ese instinto.

—Aun así, te marchaste y me dejaste con ella. Supongo que tú tampoco tenías ese instinto y, mucho menos, amor.

Asintió varias veces y su expresión de congoja se coló a través de las grietas que había en mi corazón. Por un momento, pensé que quizá toda la culpa no fuese suya, que somos las circunstancias que nos encontramos en el camino.

—Es cierto, te tuve como una salida a mi infierno. No obstante, una vez que naciste, hice todo lo posible por cuidar bien de ti. Lo intenté cada día, pero entonces no sabía ser madre, ni tampoco me dejaron aprender. Al final tuve que marcharme, no tenía otra opción.

—?Y ahora sabes?

—No, sigo sin saber ser tu madre.

Ese ?tu? se convirtió en una gota de ácido que perforó mi piel, mis músculos y atravesó mis huesos. Llegó hasta mi corazón y lo calcinó. Algo en mí se quebró con un fuerte crujido y su rostro se desdibujó por culpa de las lágrimas que no logré contener.

—Siempre he creído que dejaste de visitarme porque había hecho algo malo.

—?No! Tú no hiciste nada malo.

—?Entonces?

—Nunca he dejado de sentirme culpable por abandonarte, y esos pocos días que pasaba contigo me dolían demasiado. Te veía crecer y cómo te consumías al mismo tiempo, y sabía que yo era la única responsable. Así que, en lugar de aliviar mi conciencia, verte hacía que me odiara a mí misma por no tener la fuerza suficiente para sacarte de allí.

Tragué saliva, pero el nudo no desapareció.

—Y dejaste de verme, sin ni siquiera poner una excusa que a mí me ayudara a entenderlo.

—Fui cobarde, otra vez. Y me sigo avergonzando por todo lo que hice.

La miré y sentí pena por ella, cuando debería odiarla. También deseé poder borrarlo todo de mi memoria y despertar con la mente en blanco. La vida sería mucho más sencilla. Sin embargo, dejé que aflorara de nuevo mi lado infantil y malicioso, buscando huecos en los que colarme para herirla.

—No he abierto ninguno de los regalos que me has enviado durante todos estos a?os.

—Lo sé, tu abuelo me lo contaba.

—Y la única intención que tenía al venir aquí era decirte que te odio por haberme abandonado. Te culpo por todo lo que Olga me ha hecho sufrir y no pienso malgastar ni un segundo más de mi vida pensando en ti.

—Lo entiendo, tienes todo el derecho del mundo.

Sí, lo tenía. Por ese motivo quería odiarla, culparla y no desperdiciar ni un instante más allí. Quería darme la vuelta y largarme sin mirar atrás, ahora que ya sabía todo lo que necesitaba saber. Ahora que mis preguntas tenían respuestas y la verdad ya no era una posibilidad, sino una certeza. Podía pasar página, la última, y desprenderme de esa historia como si no fuese mía.

Comenzar otra. Empezar de cero. Solo que... no podía.

Una nueva pregunta tropezaba en mi lengua y no entendía cómo había aparecido. No había nacido en mi cabeza, y sí más abajo, tras las costillas. En ese vacío que no es más que una paradoja, porque siempre ha estado repleto de anhelo, desesperación y miedo. Una pregunta que no tenía sentido, porque contradecía toda una vida.

—Entonces... —Se me quebró la voz y las lágrimas fluyeron de nuevo. Sollozos afligidos brotaban de mi pecho y me estrangulaban. Dolían—. ?Oh, Dios!

—?Qué, Maya? —me suplicó ella igual de rota.

—Entonces, ?por qué... por qué quiero que me abraces?

—?Quieres que te abrace?

Gimió y sus ojos se llenaron de lágrimas. Temblaba tanto como yo y no se movía, solo me miraba como un gato asustadizo preparado para huir si te estremeces lo más mínimo.

Entonces, su gesto cambió. Si no la hubiera estado observando, me lo habría perdido. Una chispa de determinación. Una inspiración valiente que la lanzó hacia mí como si una mano invisible la hubiera empujado. Me rodeó con sus brazos y me apretó muy fuerte a pesar de que yo no me movía. Solo podía llorar, con los brazos colgando y el rostro escondido en su pelo, con su olor entrando en mis pulmones y sus mechones acariciándome la piel. Recuerdos de cuando era ni?a me aplastaron el pecho y mi llanto se hizo más amargo.

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