Los Hijos de Anansi

—Seguro que le gusta. —Las certezas de Marcus eran tan sólidas como una pared; mejor dicho, como una monta?a.

 

—Muy bien. Un, dos, tres...

 

Se pusieron a cantar la canción del pájaro amarillo, que era la canción favorita —esa semana— de Marcus y, después, cantaron Zombie jamboree, que era su segunda canción favorita, y She'll Be Corning 'Round the Mountain, que era la tercera. Marcus, que veía mejor que Charlie, la vio cuando casi habían llegado ya al final de She'll Be Corning 'Round the Mountain y la saludó con la mano.

 

—Mira, papá, ahí está.

 

—?Estás seguro?

 

La bruma hacía que mar y cielo se confundieran en una franja blanquecina. Charlie entornó los párpados y miró hacia el horizonte.

 

—Yo no veo nada.

 

De pronto, un salpicón y emergió justo debajo de ellos; apoyó las manos en la roca, se elevó a pulso, se dio la vuelta en el aire y se sentó a su lado, meneando su plateada cola sobre las aguas del Atlántico y dejando que las gotas escurrieran por sus escamas. Tenía el cabello muy largo y pelirrojo.

 

Se pusieron a cantar los tres: hombre, ni?o y sirena. Cantaron The Lady Is a Tramp y Yellow Submarine y, después, Marcus le ense?ó a la sirena la letra del tema principal de los Picapiedra.

 

—Me recuerda a ti —le dijo la sirena a Charlie— cuando eras peque?o.

 

—?Ya me conocías entonces?

 

La sirena sonrió.

 

—En aquellos tiempos, tu padre y tú solíais pasear por la playa. Tu padre era todo un caballero. —Suspiró. Las sirenas suspiran mejor que nadie. Y continuó—: Deberíais regresar a la playa. Está empezando a subir la marea.

 

Se echó hacia atrás su larga melena y se zambulló en el océano. Sacó la cabeza por entre las olas, se llevó los dedos a los labios y le tiró un beso a Marcus antes de desaparecer en las profundidades del mar.

 

Charlie volvió a sentar a Marcus sobre sus hombros y caminó por el agua en dirección a la playa. Al llegar, el ni?o bajó deslizándose hasta la arena. Charlie se quitó su viejo sombrero y se lo puso a su hijo. Le quedaba demasiado grande, pero le hizo sonreír.

 

—Hey —dijo Charlie—, ?quieres ver una cosa?

 

—Vale. Pero quiero desayunar. Tortitas. No, cereales. No, mejor tortitas.

 

—Mira. —Charlie se puso a bailar arrastrando sus pies descalzos por la arena.

 

—Yo también sé bailar así —le dijo Marcus.

 

—?De verdad?

 

—Mírame, papá.

 

Y era verdad que sabía.

 

Padre e hijo fueron bailando todo el camino, mientras cantaban una canción sin letra que se iban inventando sobre la marcha. Y la canción se quedó flotando en el aire incluso después de que entraran en casa y se sentaran a desayunar.

 

 

 

 

 

Agradecimientos

 

 

Para empezar, un enorme ramo de flores para Nalo Hopkinson, que tuvo la amabilidad de revisar los diálogos de los personajes de habla caribe?a y no se limitó sólo a indicarme lo que había que corregir, sino que me sugirió cómo hacerlo; y otro para Lenworth Henry, que estaba conmigo cuando concebí toda la historia y cuya voz seguí oyendo dentro de mi cabeza mientras escribía la novela (razón por la cual me alegré mucho al enterarme de que iba a ser el narrador del audio libro).

 

De igual modo que cuando escribí mi última novela para adultos, American Gods, he tenido a mi disposición dos refugios para escribir esta novela. La empecé en la casa de vacaciones que Tori tiene en Irlanda, y volví allí para terminarla. Tori es una maravillosa anfitriona. Hacia la mitad de la novela, y con el permiso de los huracanes, me fui a la casa que Jonathan y Jane poseen en Florida. Es estupendo tener amigos con más casas que cuerpos para ocuparlas, sobre todo cuando te las ofrecen tan generosamente. El resto del tiempo, estuve escribiendo en el café local, mientras bebía tazas y tazas de un té infecto, lo que sin duda constituye un triunfo más —en este caso, bastante patético— de la esperanza sobre la experiencia.

 

Roger Forsdick y Graeme Baker se prestaron amablemente a responder a mis preguntas sobre la policía, los delitos financieros y los tratados de extradición. Roger, además, me dio un paseo por las celdas, me invitó a cenar y revisó el manuscrito definitivo. A ambos, muchas gracias.

 

Sharon Stiteler también le echó una ojeada al libro para pasar revista a los pájaros y respondió amablemente a las preguntas que le planteé sobre la materia.

 

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