Los Hijos de Anansi

—Vamos —dijo—. Va siendo hora de que regresemos.

 

Ara?a volvió durante las horas de visita para ver a Rosie. Le llevaba una gran caja de bombones, la más grande que tenían en la tienda del hospital.

 

—Para ti —le dijo.

 

—Gracias —dijo Rosie—. Me han dicho que creen que mi madre se va a recuperar. Por lo visto, ha abierto los ojos y ha pedido unas gachas. El médico me ha dicho que es un milagro.

 

—?Vaya! Tu madre pidiendo algo de comer. Desde luego, parece un milagro.

 

Le dio un cachete en el brazo y dejó la mano allí apoyada.

 

—?Sabes? —le dijo, tras una peque?a pausa—. Te va a parecer una tontería, pero, cuando estaba allí encerrada, a oscuras, con mi madre, creí que me estabas ayudando. Me dio la impresión de que mantenías a la fiera alejada de mí. Que si no hubieras hecho lo que estabas haciendo, nos habría matado.

 

—Hum. Algo sí que debí de hacer.

 

—?En serio?

 

—No lo sé. Me parece que sí. Yo también lo estaba pasando mal, y pensaba en ti.

 

—?Lo estabas pasando muy mal?

 

—Francamente mal. Sí.

 

—?Podrías echarme un poco de agua en el vaso, por favor?

 

Ara?a le sirvió un poco de agua.

 

—Ara?a, ?a qué te dedicas?

 

—?Dedicarme?

 

—Quiero decir que en qué trabajas.

 

—Según, en lo que me apetece.

 

—Estoy pensando —le dijo— en quedarme un tiempo por aquí. Las enfermeras me han dicho que se necesitan profesores, que les hacen mucha falta. Me gustaría ayudarles a mejorar las cosas.

 

—Podría ser divertido.

 

—Y si me decido, ?qué harías tú?

 

—Oh. Bueno, si tú te quedas, seguro que encuentro algo que hacer por aquí.

 

Entrelazaron sus dedos con fuerza, como un nudo marinero.

 

—?Crees que lo nuestro puede llegar a funcionar? —le preguntó Rosie.

 

—Creo que sí —afirmó Ara?a, con seriedad—. Y si me aburro aquí contigo, me marcharé y buscaré otra cosa. Así que no te preocupes.

 

—Oh —replicó Rosie—, no estoy preocupada.

 

Y era verdad. Bajo su aparente suavidad, su voz tenía la firmeza del acero. Estaba claro de dónde había sacado la fortaleza su madre.

 

Charlie encontró a Daisy en la playa, tomando el sol en una tumbona. Pensó que estaba dormida. Cuando la alcanzó su sombra, dijo:

 

—Hola, Charlie —sin abrir los ojos.

 

—?Cómo sabías que era yo?

 

—Tu sombrero huele a tabaco. ?No piensas deshacerte de él?

 

—No —respondió Charlie—. Ya te lo he dicho. Reliquia familiar. Pienso llevarlo hasta que me muera; entonces, se lo dejaré a mis hijos en herencia. ?Y bien? ?Aún trabajas para las fuerzas del orden?

 

—Más o menos —respondió Daisy—. Mi jefe me ha dicho que han llegado a la conclusión de que he sufrido una crisis nerviosa a consecuencia del exceso de trabajo, y estoy de baja hasta que me encuentre con fuerzas para reincorporarme.

 

—Ah. ?Y cuándo será eso?

 

—Aún no estoy segura —dijo—. ?Me pasas el bronceador?

 

Charlie llevaba un peque?o estuche en el bolsillo. Lo sacó y lo dejó sobre el brazo de la tumbona.

 

—Enseguida. Esto... —Hizo una pausa—. Bien, ya hicimos este numerito tan embarazoso a punta de pistola. —Abrió el estuche—. Pero esto es para ti, de mi parte. Bueno, Rosie me lo ha devuelto. Si quieres, podemos cambiarlo por otro que te guste más. Seguramente ni siquiera es de tu tama?o. Pero es tuyo. Si lo quieres. Y... hum... yo también.

 

Daisy cogió el estuche y sacó el anillo de compromiso.

 

—Hmpf. Vale —le respondió—. Siempre que esto no sea sólo una excusa para que te devuelva la lima.

 

El Tigre se paseaba de un lado a otro de la entrada de su cueva, meneando el rabo, irritado. Sus ojos de color esmeralda llameaban en la oscuridad como dos antorchas.

 

—Hubo un tiempo en que el mundo y todo lo demás me pertenecían a mí —dijo el Tigre—. La luna, las estrellas, el sol y los cuentos. Yo era el due?o de todo aquello.

 

—Creo que me corresponde se?alar —dijo una vocecilla desde el fondo de la cueva— que eso ya lo has dicho.

 

El Tigre se detuvo, se dio la vuelta e insinuó su presencia en el fondo de la cueva, ondulando su cuerpo al caminar; parecía una alfombra de pelo con suspensión hidráulica. Caminó hasta tropezar con la carcasa de un buey, y dijo, en voz baja:

 

—Perdón.

 

Alguien estaba reba?ando el interior de la carcasa. La punta de una nariz asomó por entre las costillas.

 

—Lo cierto —dijo la nariz— es que, por así decirlo, te estaba dando la razón. Eso era lo que hacía.

 

Unas manitas blancas arrancaron una delgada tira de carne seca que había entre dos costillas, dejando al descubierto a un peque?o animal con el pelo del color de la nieve sucia. Puede que fuera una mangosta albina, o una especie de comadreja de aspecto particularmente sospechoso con su blanco pelaje de invierno. Tenía ojos de animal carro?ero.

 

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