The Seven Year Slip

The Seven Year Slip

Ashley Poston




Sinopsis


A veces, el peor día de tu vida ocurre, y tienes que averiguar cómo vivir después de eso.

Así que Clementine elabora un plan para mantener su corazón a salvo: trabajar duro, encontrar a alguien decente a quien amar e intentar acordarse de perseguir la luna. Esto último es una tontería y, obviamente, una metáfora, pero su tía siempre le decía que se necesitaba al menos un gran sue?o para seguir adelante. Y durante el último a?o, ese plan ha funcionado sin problemas. La mayoría de las veces. La parte del amor es difícil porque no quiere acercarse demasiado a nadie, no está segura de que su corazón pueda soportarlo.

Y entonces encuentra a un hombre extra?o en la cocina del apartamento de su difunta tía. Un hombre con ojos amables, acento sure?o y gusto por las tartas de limón. El tipo de hombre del que, antes de todo, se habría enamorado perdidamente. Y podría volver a estarlo.

Excepto que él existe en el pasado. Hace siete a?os, para ser exactos. Y ella, literalmente, vive siete a?os a futuro de él.

Su tía siempre decía que el apartamento era un salto en el tiempo, un lugar donde los momentos se mezclaban como acuarelas. Y Clementine sabe que si deja caer su corazón, estará condenada.

Después de todo, el amor nunca es cuestión de tiempo, sino de sincronización.





El comienzo


  Mi querida Valentina


—Este apartamento es mágico —dijo una vez la tía Analea, sentada en su sillón orejero del color de un huevo de petirrojo, con el pelo recogido con una horquilla de daga plateada. Me lo dijo con picardía en los ojos, como retándome a preguntarle qué quería decir. Acababa de cumplir ocho a?os y creía saberlo todo.

Por supuesto, este apartamento era mágico. Mi tía vivía en un edificio centenario del Upper East Side, con leones de piedra en los aleros, medio rotos y aferrados a las esquinas. Todo en él era mágico: la forma en que la luz entraba en la cocina por las ma?anas, dorada como la yema de huevo. La forma en que en el estudio parecían caber más libros de los posibles, desparramados por las estanterías y apilados contra la ventana del fondo, tan altos que casi tapaban toda la luz. Trazaba mapas extranjeros en la cara de ladrillo de la pared más alejada del salón. El cuarto de ba?o, con su perfecta ventana alta y su cristal esmerilado que reflejaba el arco iris contra las paredes color cielo y la ornamentada ba?era de patas de garra, era el lugar perfecto para pintar. Mis acuarelas cobraban vida allí, los pigmentos goteaban de mis pinceles mientras imaginaba lugares lejanos en los que nunca había estado. Y por las noches, la luna se veía tan cerca desde las ventanas de su habitación que casi podía alcanzarla.

El apartamento era mágico. No podrías convencerme de lo contrario. Solo creía que era mi tía quien lo hacía mágico: su forma de vivir, amplia y salvaje, que contagiaba todo lo que tocaba.

—No, no —dijo con un gesto de la mano, la que sostenía un cigarrillo Marlboro encendido. El humo salió por la ventana abierta, alborotando a las dos palomas que arrullaban en el alféizar, hacia el cielo despejado—. No lo digo metafóricamente, mi querida Clementine. Puede que al principio no me creas, pero te prometo que es verdad.

Luego se acercó y su picardía se convirtió en una sonrisa que brillaba en sus radiantes ojos marrones, y me contó un secreto.





Capítulo 1


  Almuerzo de editores


Mi tía solía decir: ?si no encajas, enga?a a todos hasta que lo hagas?.

También dijo que mantengas tu pasaporte renovado, que maridas vinos tintos con carnes y blancos con todo lo demás, que encuentres un trabajo que satisfaga tanto tu corazón como tu cabeza, que nunca olvides enamorarte siempre que puedas encontrarlo porque el amor no es más que una cuestión de tiempo y de perseguir la luna.

Siempre, siempre persigue la luna.

Debió haber funcionado para ella, porque nunca importó en qué parte del mundo estuviera, estaba en casa. Caminó por la vida como si perteneciera a cada fiesta a la que nunca fue invitada, se enamoró de cada corazón solitario que encontró y encontró suerte en cada aventura. Tenía ese aire: los turistas le preguntaban cómo llegar cuando viajaba al extranjero, los camareros le preguntaban su opinión sobre vinos y whiskies finos, las celebridades le preguntaban sobre su vida.

Una vez, cuando estábamos en la Torre de Londres, mi tía y yo nos encontramos accidentalmente en una fiesta exclusiva en la Capilla Real de San Pedro ad Vincula y logramos quedarnos con un cumplido bien colocado y un collar llamativo de imitación. Allí conocimos a un príncipe de Gales, de Noruega o de algún otro lugar, trabajando como DJ. No recordaba mucho del resto de esa noche porque sobreestimé mi tolerancia al whisky demasiado caro.

Pero cada aventura con mi tía fue así. Ella era la due?a de la pertenencia.

?Si no estás segura de qué tenedor usar en una cena elegante? Ve junto con la persona que está a tu lado. ?Perdido en una ciudad en la que has vivido la mayor parte de tu vida? Finge que eres un turista. ?Escuchar una ópera después de no haberla escuchado nunca antes? Asiente y comenta sobre el escalofriante vibrato. ?Sentada en un restaurante con estrella Michelin bebiendo una botella de vino tinto que cuesta más que el alquiler mensual de tu apartamento? Comenta sobre el cuerpo y actúa como si hubieras probado los mejores.

Cosa que, en este caso, lo hice.

La botella de vino de dos dólares de Trader Joe's sabía mejor que esto, pero los deliciosos platos peque?os lo compensaron. Dátiles envueltos en tocino y queso de cabra frito rociados con miel de lavanda y bu?uelos de trucha ahumada que se derriten en la boca. Todo el tiempo sentadas en un peque?o y encantador restaurante con suaves rayos amarillos, las ventanas delanteras se abren para dejar entrar los sonidos de la ciudad, enredaderas de plantas de potos y helechos de hoja perenne que cuelgan de los apliques sobre nosotras, mientras el aire central nos roza los hombros. Las paredes estaban revestidas de caoba y las cabinas eran de cuero flexible que, con aquel calor de principios de junio, me arrancaría la piel de los muslos si no tenía cuidado. El lugar era íntimo, las mesas estaban lo suficientemente separadas como para que no pudiéramos escuchar las conversaciones en voz baja de nadie más en el restaurante por encima del constante murmullo suave de la cocina.

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